‘Los perros’,  de Andrés Ruiz

septiembre 18, 2023
5 min read
Edit Jean Pierre Olivares MURA Andres Ruiz

En este cuento Andrés Ruiz se interna en una realidad distópica a través de la mirada irónica de un marginal. El vértigo de la vida urbana ha deshumanizado a los habitantes de este mundo que nunca duerme, suspendido en un eterno ciclo de trabajo y consumo. Este cuento nos recuerda que la felicidad está en las cosas más simples; justamente, aquellas que perdemos por intentar encajar en el sistema.

Fotografía por Jean-Pierre Olivares.

La luna se me acaba de escapar una vez más. Debe estar bajo mis pies, cuesta creer lo poco que me dura. Mientras espero, me acobijo un poco mejor con los periódicos y papeles que he ido sacando de los tanques de reciclaje. Resulta estúpido el frío que hace, mucho más si cuentas con que en unos minutos aparecerá el sol justo sobre mi cabeza. Ya ni se puede disfrutar de ninguno de los dos, aunque lo mío, para ser verdad, sea la luna. Para lo que me dura. 

Cuando la colonia vuelva a su lugar habitual vendrán a verme el Nino, el Dragón Blanco y el Chiquilladas con todos los demás muchachos para beber currinche, mientras todo en el exterior se sume otra vez en la profunda oscuridad que nos muestra la ventana. Aquí dentro no, aquí nunca anochece. Las luces anaranjadas siempre emiten la misma luz sin opciones, sin preguntas. Y nosotros, por supuesto que nos la pasamos borrachos, henchidos hasta reventar. Es la única forma de dormir, y vaya que dormimos. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuántos días? Aquí el tiempo no pasa; ese es un invento para la gente pudiente. Nosotros nos limitamos a jugar cartas y bañarnos en paños dentro de los canales que se forman a lo largo de los respiraderos; nosotros nos limitamos al infinito, nada más y nada menos que a cagarnos de risa.

Deambular por la colonia, perseguir chicas, ser perseguidos por ellas. ¡Ah!, cómo no, correr y entreverarse por los recovecos más fabulosos que hayas visto jamás en este mundo. Se podría decir que nos conocemos la colonia como la palma de la mano, mejor aún, diría yo, como si fuera nuestro rostro reflejado. ¿Cuándo has visto a un obrero o a un oficinista cualquiera caminando por la ventana? Es espectacular, el único lugar desde donde se ven, tenues, las estrellas. Los pies descalzos tocando el frío vidrio que dejaron para que aquí adentro no sea tan lúgubre como en otras colonias. Siempre comentan eso los foráneos, o al menos es lo que me cuenta el Chiquilladas de sus atracos. A mí no me importa mucho eso, ni aquello; tolero bastante bien el hambre y como ves el frío tampoco es un problema.

Enantes yo era mendigo, ahora simplemente malvivo de la carroña: los trabajadores. Alguna vez intenté trabajar, mover cerámicas de un lado a otro, limpiar los tanques de cristalización. No nos agradan los trabajadores. El Dragón Blanco y el Teleteque me agarraron a quiños cuando se enteraron que iba al taller, tuve que defenderme aventándoles la mesita donde nos jugamos nuestros pocos ases. Con justa razón; yo mismo le di un buen sopapo a mi hermano cuando entró a las brigadas de monitoreo. No escarmentó, de vez en cuando le veo suspendido en el aire cambiando paneles o soldando cables. Ya no viene a jugar rummy con nosotros, peor a chapotear, ni hablar de tomarse unos anisados como hacíamos de niños. No le veo mal parqueado, ni mucho menos, puede permitirse unas magníficas ojeras y cigarrillos. ¡Cigarrillos! Puede permitirse un poco más de oxígeno también, supongo. Y oscuridad, claro, qué mayor lujo que ese. Aunque sean unas migajas. Hablando de luz, ahora viene el sol. Por fin. Dejo a un lado mi lecho de cartón y papel. Me levanto. Así debían sentirse las plantas, cuando existían, no creas que no aprendí nada de historia en la escuela, los años que fui. Me rebusco entre los bolsillos del chaleco la media botella de anís. La felicidad, aunque lo mío sea la luna. Doy unos saltitos de aquí para allá: cuando veo pasar a la luna y al sol me da un algo, se mueve por debajo de mí, esa sustancia viscosa que corre desangrándose en el río bajo mi piel. No, no podría describirla, pero sé muy bien cómo me pone, me atolondra y me rebosa, casi hasta me dan ganas de subirme a las vías y atracar a la gente. 

Por un segundo le entiendo al Chiquilladas, y al Dragón Blanco. Creo que si durara más tiempo esta vista podría entenderlos a todos, incluso a los que van apurados con portapapeles y cartapacios bajo el brazo. A los niños que caminan con un trozo de palanqueta en la mano y a los viejitos que se duermen en la plaza con su periódico en el regazo. ¿Pero qué digo? Por eso se ríen el Teleteque y los muchachos, incluso le sacan a la Carolina y a la Natalia de las vías para que me escuchen ponerme así. Si la Vero me pudiera volver a ver hablar así, la tendría dando vueltas por toda la colonia ganándome unos cuantos ases. Podría llevarla de nuevo al centro, donde la gravedad falta y parten los ferris hacia otras colonias. Un beso con tufo de currinche y las manos hundidas en la piel que pierde su peso, las luces curvadas que parecen una mentira desde ahí. 

Algunos recuerdos son peores, pero recordar es devolver la vida y la vida nunca empieza del todo. Y ya, ya está. El sol se pierde en el otro extremo de la ventana. Ahora vienen, los siento hacerse materiales al otro lado del canal. Primero sus pasos, luego sus rostros y por último los llamados y los insultos. Que carev… esto, que la reflech… lo otro, que dónde carajos has estado, Jaiba, durante el eclipse. Y entonces me invitan a sentarme a jugar rummy y a bebernos el currinche que guardan en botellas de plástico. Y yo pues maldigo, escupo a su rostro y me apuesto hasta los pantalones. ¿Cómo no voy a enloquecer, ah, si así nos pone ver la luna y el sol, como si saliera el perro que nos hoza bajo la piel. Aunque, a decir verdad, lo mío sea la luna. 

Andrés Ruiz Amancha (Ambato, Ecuador, 1993). Se graduó en Comunicación en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Ha trabajado como periodista, librero y precariado. Actualmente es bibliotecario en cierta universidad jesuita.

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