‘Richard Wagner, influencer de ultraderecha’, de Camilo Sánchez

julio 17, 2023
13 min read
Richard Wagner fascismo MURA

En este texto híbrido entre crítica musical, crítica literaria y pensamiento político, Camilo Sánchez trata la relación genética entre palabra poética – palabra política, y viceversa. Para hablar de ello se toma como pretexto la relación entre Richard Wagner, el fascismo y Hitler.

Imagen generada con AI.

En 1980, prácticamente en el clímax de horror de las últimas dictaduras del cono sur, la editorial Pomaire publicó Respiración Artificial, de Ricardo Piglia. Entre otras cosas, la novela pone sobre la mesa la compleja relación entre historia y literatura. Piglia ficcionaliza, a través de un hallazgo histórico secreto del polaco Tardewski, un encuentro que se habría dado, en un café de Praga, entre un joven acuarelista fracasado y el mismísimo Franz Kafka. En ese encuentro, Kafka escuchó los delirios racistas y violentos de ese exiliado austriaco que vendía postales, y supo visionar lo que ese discurso cargado de odio significaba para la historia del futuro, a pesar de que su emisor, en apariencia, fuera un don nadie. Ese encuentro ficcional habría sido, siguiendo a la novela de Piglia, determinante para la generación de la escritura de Kafka. En síntesis, la escena propone una hipótesis: el discurso o la palabra política engendra (de forma directa, o profética, o refractaria) poesía.

Pero de esa escena ficticia no se trata este texto, sino de otra que, si bien comparte el mismo tono anecdótico, a diferencia de la anterior, no es del todo ficcional:

En 1905, un adolescente Adolf Hitler, en compañía de su amigo August Kubicek, presenció una representación de la ópera Rienzi, de Richard Wagner (obviamente, parados desde las localidades más baratas del teatro). La ópera narra la vida de Cola Rienzi, un notario papal y político populista de la Roma medieval cuyo objetivo era hacer resurgir la esencia original de Roma, a través de una revolución en contra de los nobles y a favor del pueblo. Rienzi, en un principio, tiene el apoyo del pueblo y de la iglesia; sin embargo, hacia el final de la obra, pierde todos sus apoyos y finalmente es quemado junto con sus pocos simpatizantes, por el mismo pueblo. La obra, y sobre todo el fracaso de Rienzi, turbaron y excitaron de tal forma a Hitler que, una vez finalizada la representación, deambuló como poseído por las calles nocturnas de Linz y se dirigió, como guiado por una fuerza mayor, hacia la cima del monte Frienberg. Kubicek lo siguió bastante extrañado. Una vez en la cima, en medio de la noche y bajo un cielo estrellado, Hitler tomó con fuerza excesiva las manos de su compinche —en un gesto que el mismo amigo dijo jamás haber visto en Adolf—, lo miró a los ojos y le confesó (con unas palabras que Kubicek admitió no recordar con total exactitud) sus aspiraciones de transformarse en el regidor del destino futuro de Alemania, sus ambiciones de transformarse en un Rienzi que no fracase. Años después, ya en 1939, y siendo Hitler canciller, Kubicek fue invitado de honor al festival de Bayreuth e hizo referencia a la anécdota de 1905, frente a Hitler y los descendientes de Wagner. Hitler recordaba a la perfección aquella noche y declaró, con una voz oscura, dirigiéndose principalmente a la regente del festival, compositora y nuera de Wagner, Winifred Wagner:

«Esa noche, después de Rienzi, ahí comenzó todo».

Por más novelesca que parezca la historia, y pese a haber sido descalificada por varios historiadores durante décadas, las últimas investigaciones sostienen que es verdadera, al menos en su mayoría. A mí poco me importa la veracidad total del hecho en cuestión; lo curioso es que esa escena del monte Frienberg permite leer una hipótesis que complementa, a manera de espejo siniestro, a la de Piglia. Así como la palabra política es capaz de engendrar una respuesta poética, la palabra poética es capaz de generar política, incluso, es capaz de engranarse dentro de las más atroces máquinas de muerte que se han creado políticamente. 

Wagner no solo fue un prolífico compositor de óperas, un orquestador creativo y efectista, y un demiurgo de la armonía, capaz de inventar acordes insólitos; fue también un escritor bastante confundido que, desde su madurez y hasta el final de sus días, defendió un amasijo de ideas antisemitas, muy probablemente motivadas por rencores y envidias puramente personales. Y no solo defendió estas ideas, sino que buscó, continuamente, posicionarlas dentro del debate público. Así es: Wagner, además de artista, quería ser un influencer de ultraderecha.

En 1850, en una Europa aún convulsionada por las revoluciones de 1848, siendo  Wagner aún un compositor poco conocido, escribió y publicó en la Nueva Revista de Música (originalmente fundada y dirigida por Robert Schumann) El Judaísmo en la música, un panfleto de fuerte carácter antisemita en el que arremetió con argumentaciones completamente viscerales y bastante caóticas en contra de los compositores que, según él, eran responsables de la “judaización” de la música de su tiempo. Wagner se refirió, de forma principal, a Giacomo Meyerbeer, un compositor de Grand Opera, que fue bastante exitoso y que, de hecho, ayudó de muchas maneras a que la carrera de Wagner despegara. La relación entre ambos quedó truncada, al parecer, por la negativa de Meyerbeer a prestarle una fuerte suma de dinero a Wagner. Otro de los señalados en el panfleto era Felix Mendelssohn, que fue igualmente amigo de Wagner en su juventud, pero que para el año de escritura y publicación del panfleto ya había fallecido. Wagner muy posiblemente desarrolló un odio hacia Mendelssohn porque provenía de una familia bastante rica de judíos banqueros, y envidiaba los privilegios educativos que tuvo desde muy joven. Otro de los apuntados, aunque de forma no tan directa como los anteriores, era el mismo Robert Schumann, a quien se lo acusaba del grave crimen de haber compuesto lieder (canciones breves y expresivas típicas del romanticismo alemán) con base en textos de Heinrich Heine, poeta alemán de origen judío. Wagner seguramente se refería al ciclo de canciones Dichterliebe, quizás  uno de los más hermosos de toda la historia de la música occidental.

Más allá del contenido específico del panfleto de Wagner, lo que me interesa señalar es lo arbitrario y visceral de los argumentos generales que plantea alrededor de la supuesta judaización de la música y la cultura europeas, y alrededor de una supuesta incapacidad poética innata de lxs judíxs.

El panfleto, en su versión de 1850, comienza con el siguiente párrafo:

Recientemente se habló en la Neue Zeitschrift für Musik de un “gusto artístico hebreo”: era inevitable que tanto el cuestionamiento como la defensa de esta expresión se su­cedieran enseguida. Estimo relevante ahondar más en este asunto, que hasta ahora la crítica sólo había tratado a escondidas o en arrebatos de cierta excitación. Al dispo­nerme a ello no pretendo tanto aportar algo nuevo como explicar el sentimiento que de manera inconsciente se ma­nifiesta en el pueblo en forma de profunda aversión contra el ser judío, sin pretender reavivar artificialmente algo in­existente por medio de alguna fantasía, sino hacer explíci­to algo que existe en la realidad. 

Desde un inicio, el texto se refiere tanto al “gusto artístico hebreo” (la judaización de la cultura europea) como a la “profunda aversión hacia el ser judío”, como hechos comprobados y no sujetos a discusión. Para Wagner no es preciso aclarar ni especificar nada en relación con los orígenes y los fundamentos de estos fenómenos; su existencia, aparentemente natural e indiscutible, es lo único que le interesa señalar. En ese sentido, el texto despliega una ética protofascista en cuanto a su autoritarismo tautológico. 

En ese mismo tono de autoconfirmación, el escrito procede a hablar de la supuesta incapacidad poética de lxs judíxs:

No podemos imaginarnos a un personaje antiguo o mo­derno, ya sea un héroe o un galán, interpretado por un ju­dío sobre el escenario sin experimentar involuntariamente lo ridículamente inadecuado de una representación seme­jante. Y éste es un aspecto muy importante: un ser humano cuya apariencia tenemos que considerar inadecuada para el  mensaje artístico, y no para representar a una personalidad determinada, sino en razón de su estirpe en general, no po­dremos considerarlo tampoco capacitado para expresarse artísticamente.

Lxs judíxs tienen, según el pensamiento errático de Wagner, una apariencia inadecuada para un mensaje artístico, y desde ese prejuicio deduce, como si se tratara de una conclusión lógica, que tampoco pueden crear arte. El mensaje general del panfleto, en su versión de 1850, es básicamente una repetición continua de estos dos prejuicios.

Para 1869, Wagner reeditó su panfleto con el objetivo de incidir más explícitamente en la opinión pública, en un año crucial para Alemania, pues el Gobierno de Otto von Bismarck pretendía otorgar una emancipación legal a lxs ciudadanxs judíxs. Dicho de otra manera, Wagner y la reedición de su panfleto antisemita aparecieron escandalosamente para causar la primera de muchas grietas que comenzaron a fisurar el consenso que se había formado entre “alemanes” y “judíos”. Para 1878 ese agrietado consenso terminó por desaparecer, pues ese año, Adolf Stoecker, un sacerdote luterano y político demencial, armado de una mezcolanza de argumentos religiosos y pseudocientíficos, fundó el partido social cristiano, ya abiertamente antisemita, innaugurando así el paso del antisemitismo como un prejuicio, hacia el antisemitismo como una teoría racial y un motivo de organización política. Ya sabemos cómo terminó esa historia… 

En su segunda edición (1869), el texto presenta dos añadiduras: un corto prólogo, y un epílogo un poco más extenso. Ambos paratextos tratan los mismos temas: por un lado, se agradece y saluda a una de las mecenas de Wagner, que al parecer estaba interesada en sus ideas antisemitas; y por otra parte, el autor justifica y explica los motivos de por qué en 1850 no firmó el texto con su nombre verdadero. Alrededor de este tema, Wagner desplegó una serie de teorías conspiranóicas acerca de cómo los judíos que dominaban la escena musical —y la sociedad europea entera— planeaban innumerables intrigas contra él. La segunda edición no posee ninguna otra sorpresa. En 1873 apareció una tercera edición del texto, ya en el marco de la publicación de las obras completas de Richard Wagner, que no se diferenciaba prácticamente en nada de la de 1869. Esta edición es la que Adolf Hitler leyó y releyó obsesivamente en sus años de reclusión. Es la que potenció y radicalizó muchas de las ideas antisemitas de Hitler. Esta tercera edición es la que sirvió como una de las fuentes principales para la escritura del Mein Kampf. Ya sabemos cómo terminó esa historia… 

Olvidaba mencionar un pequeñísimo detalle: el seudónimo con el que Wagner firmó la primera edición del texto fue K. Freigedank, apellido inventado por Wagner que puede ser traducido como “libertad”, “pensador libre”, o en una traducción más amplia: “libertario”.

Hoy por hoy la ultraderecha también tiene sus influencers. Obviamente ya no se trata de orquestadores, ni demiurgos de la armonía, ni de grandes compositores de ópera. Son cantantes, son periodistas de investigación, son creadores de contenido para redes, son supuestos gurús de las finanzas, son vendedores de criptomonedas, son autoproclamados espectadores críticos de los productos culturales. Son, también, libertarios.

Puede que hayan pasado casi 175 años de la publicación del pasquín de Wagner; sin embargo, quienes conservan la tradición de odiar lo distinto, a lo largo de la historia, repiten siempre los mismos coros. Lo más triste y llamativo es que lo hacen ufanándose de decir lo nuevo, lo que nadie se atreve a decir; no por nada son adalides del libre pensamiento. No es coincidencia que hace 175 años se coreara incansablemente que la cultura europea se estaba dañando por la judaización, y que hoy se repita que la sana cultura de la televisión o del cine se está dañando por una inclusión forzosa, o una implantación de agendas progresistas, etc. No es coincidencia que antes se declarara que lxs judíxs no eran aptos para representar papeles heróicos en el teatro o la ópera, por su natural apariencia irrisoria, y que hoy se repita que determinados papeles les están vetados a ciertos cuerpos por un motivo u otro (como se ve, los pactos de verosimilitud en el arte son pactos también políticos). 

Y no es que se trate de una defensa del progresismo o de las izquierdas; se trata de señalar que las consignas (de todo el espectro político), como todas las cosas, tienen historia y tienen genealogías. Es más, para matizar un poco la cosa, es necesario señalar que el odio por lo distinto, en su versión antisemítica, no es una tradición exclusiva de la derecha. Y nuevamente, la vida de Richard Wagner sirve como ejemplo. Como todo buen extremista, Wagner tuvo un recorrido ideológico bastante contrastante: tuvo un periodo de acercamiento a ideas y organizaciones izquierdistas de las que absorbió, entre otras cosas, la asociación entre judaísmo y capital que Marx había planteado en su texto de 1844, Sobre la cuestión judía. Incluso tuvo un acercamiento con ciertas ideas anarquistas, y llegó a tener breves contactos con Bakunin. Coincidencialmente, mientras escribía este texto, un viejo amigo me hizo llegar una curiosa cita antisemita extraída de la correspondencia de Bakunin, quien al parecer se peleaba mucho con Marx, excepto en cuanto a sus prejuicios sobre lxs judíxs.        

En todo caso, todo esto me hizo pensar en lo profundamente arraigada que está la idea del odio a lo distinto, en la historia del pensamiento europeo de los siglos XIX y XX; coincidencialmente, el periodo de formación política e identitaria de los estados nacionales. Muchos tienden a señalar a los fascismos europeos del siglo XX como una especie de hijos bastardos o subproductos de los saludables nacionalismos del siglo XIX. Quizás más que bastardos o subproductos, sean consecuencias lógicas de los mismos. De la misma manera, habría que dejar cada vez más abiertamente expuesta la relación que tuvieron muchas escuelas artísticas y artistas con esta tradición de odio a lo distinto, y no con un objetivo punitivista de sancionar con el ocultamiento y el olvido (cancelar, como dicen ahora); sino más bien todo lo contrario, con el objetivo de invitar a una continua relectura de los productos culturales. Eso sí, una nueva lectura que no descuide los nexos inextricables entre arte e historia, entre cultura y barbarie, entre belleza y muerte, entre personas históricas, autores y obras (que, si bien no son para nada la misma cosa, tampoco es que posean una autonomía total). 

En la introducción al texto de Wagner que hace Rosa Sala Rose para la edición en castellano de Hermida Editores, sintetiza de la siguiente manera el problema:

El judaísmo en la música fue un texto demasiado importante para dejar que duerma semiolvidado, conocido por unos pocos especialistas y frecuen­temente sólo de oídas. El judaismo en la música, a fin de cuentas, es un clásico: un clásico del antisemitismo europeo sin el cual no pueden comprenderse algunas de sus deri­vas ideológicas. Lo es por lo novedoso de su enfoque, por el impacto que causó y, sobre todo, por el gran prestigio e in­fluencia de las que gozaba su autor. No se trata aquí de una nota a pie de página en la historia de la música, sino de una manifestación de la historia del pensamiento en Europa.

Hay que volver al principio. Esto se trataba de hipótesis acerca de las relaciones genealógicas entre palabra política y palabra poética. Se trataba, también, de Kafka. 

Wagner, como otro de sus argumentos viscerales, proponía que, al no tener nación, los judíos no tenían jamás pleno acceso a una lengua nacional, cuestión que según él generaba usos repugnantes de las lenguas europeas y, por consiguiente, quedaba patente la imposibilidad para la poesía propia de lxs judíxs. 

Nos repugna especialmente la expresión puramente sen­sual de la lengua judía. Aun con sus dos mil años de tra­to con naciones europeas, la cultura no ha acertado a rom­per la peculiar obstinación del natural judío en la caracte­rística pronunciación semita. En primer lugar, a nuestro oído le resulta decididamente ajeno y desagradable la arti­culación siseante, estridente, zumbante y arrastrada del ha­bla judía. Un empleo totalmente ajeno a nuestra lengua na­cional y una torcedura caprichosa de las palabras y de las construcciones fraseológicas proporcionan a estos sonidos el carácter de un parloteo insoportablemente confuso, de modo que al escucharlo no podemos evitar mantener nues­tra atención más ligada a la repugnante forma del discurso judío que a su contenido.

Esta idea wagneriana de una u otra forma es la manifestación de un temor a lo nuevo; y aunque de una forma refractaria, el antisemita entiende que las minorías son capaces de torsionar una lengua. Esto significa, crear una lengua dentro de otra lengua; y una lengua nueva más temprano que tarde generará su poesía. Deleuze y Guatari prácticamente definen así su concepto de una literatura menor: es la literatura que hace una minoría dentro de una lengua mayor. Es Kafka torsionando el alemán y sus valores. El temor de Wagner se vuelve profético y se hace carne y resistencia política en la literatura de Kafka.
El personaje principal de Respiración artificial (la novela que proponía a la palabra política de Hitler como origen de la palabra poética de Kafka) se llama Emilio Rienzi. La ópera de Wagner cuya palabra poética generó la palabra política del joven Hitler se llama Rienzi. Puede ser una coincidencia absurda. Yo decido leerla como un símbolo. La poesía puede hacer enganche con la máquina política de la muerte; pero también puede enganchar con la máquina de resistencia política ante la muerte, de resistencia ante los estados y su inherente totalitarismo violento. Wagner, su obra operística, y su obra crítica son ejemplos de lo uno. Kafka, de lo otro.

Camilo Sánchez (Quito, Ecuador, 1990). Estudió música en Ecuador y literatura en Argentina. Fracasó en innumerables ocasiones tratando de hacer carrera en ambas disciplinas. Conoce de primera mano las carreteras sudamericanas, sus cosas hermosas y sus cosas horrendas. Desde 2015 escribe poesía, narrativa, canciones y artículos de crítica cultural. En su escritura se atraviesan sin problema géneros, registros, temas y objetos que vienen desde los distintos lenguajes artísticos. Ha publicado en medios argentinos y ecuatorianos y es luthier.

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