En esta breve selección extraída de varios de los libros de poemas de Elisa Díaz Castelo, más un fragmento inédito, la autora mexicana aborda la fragilidad del cuerpo, lo cotidiano y la espera.
Fotografía por Jean-Pierre Olivares.
Escoliosis
En la búsqueda de la forma,
se me distrajo el cuerpo. Es eso,
nada más, asimetría.
La errata vertebral,
el calibraje óseo,
la rotación espinada. Es el hueso
mal conjugado.
Es una forma de decir
que a los doce años
ya se ha cansado el cuerpo.
Es la puntería errada de mis huesos,
la desviada flecha.
No es lo que debiera, mi esqueleto
quiso escapar un poco
de sí mismo. Se le dice escoliosis
a esa migración de vértebras,
a estos goznes mal nacidos,
hueso ambiguo.
A esa espina
dorsal
bien enterrada.
A los doce años se me desdijo el cuerpo.
Porque árbol que crece torcido, nunca.
Porque mis huesos desconocen
el alivio
de la línea,
su perfección geométrica.
Me creció adentro una curva,
onda,
giro
de retorcido nombre: escoliosis.
Como si a la mitad del crecimiento
dijera de pronto el cuerpo mejor no,
olvídalo, quiero crecer para abajo,
hacia la tierra. Como si en mi esqueleto
me dudara la vida, asimétrica,
desfasada de anclas o caderas,
mascarón desviado, recalante.
Mi columna esboza una pregunta blanca
que no sé responder. Y en esta parábola de hueso.
De esta pendiente equivocada. De lo que creció
chueco, de lado, para adentro.
Se me desfasan
el alma
y los rincones. Mi cuerpo:
perfectamente alineado desde entonces
con el deseo de morir y de seguir viviendo.
Si las vértebras, si la osamenta quiere, se desvive,
rota por no dejar el suelo. Si se quiere volver
o se retorna, retoño dulce de la tierra rancia,
deseo aberrante de dejar de nacer
pronto, de pronto, con la malnacida duda
esbozada bajo la piel, reptante.
Paralelamente. No es eso
no es
eso
no
eso no,
no es ahí, donde ahí acaba,
donde empieza el dolor empieza el cuerpo.
Si se duele, si tiembla, al acostarse
un dolor con sordina, un daltónico dolor vago,
si el agua tibia y la natación, si la faja
como hueso externo, cuerpo volteado,
si los factores de riesgo y el desuso,
si el deslave de huesos. Es minúsculo
el grado de equivocación, cuyo ángulo.
A los doce años se me desdijo el cuerpo,
lo que era tronco quiso ser raíz.
Es eso, el cuarto menguante,
la palabra espina, la otra que se curva
al fondo: escoliosis. Es el cuerpo
que me ha dicho que no.
(De Principia, Tierra Adentro 2018, Elefanta 2021)
Credo
Creo en los aviones, en las hormigas rojas,
en la azotea de los vecinos y en su ropa interior
que los domingos se mece, empapada,
de un hilo. Creo en los tinacos corpulentos,
negros, en el sol que los cala y en el agua
que no veo pero imagino, quieta, oscura,
calentándose.
Creo en lo que miro
en la ventana, en el vidrio
aunque sea transparente.
Creo que respiro porque en él pulsa
un puño de vapor. Creo
en la termodinámica, en los hombres
que se quedan a dormir y amanecen
tibios como piedras que han tomado el sol
toda la noche. Creo en los condones.
Creo en la geografía móvil de las sábanas
y en la piel que ocultan. Creo en los huesos
sólo porque a Santi se le rompió el húmero
y lo miré en su arrebato blanco, astillado
por el aire y la vista como un pez
fuera del agua. Creo en el dolor
ajeno. Creo en lo que no puedo
compartir. Creo en lo que no puedo
imaginar ni entiendo. En la distancia
entre la tierra y el sol o la edad del universo.
Creo en lo que no puedo ver:
creo en los exnovios,
en los microbios y en las microondas.
Creo firmemente
en los elementos de la tabla periódica,
con sus nombres de santos,
Cadmio, Estroncio, Galio,
en su peso y en el número exacto de sus electrones.
Creo en las estrellas porque insisten en constelarse
aunque quizá estén muertas.
Creo en el azar todopoderoso, en las cosas
que pasan por ninguna razón, a santo y seña.
Creo en la aspiradora descompuesta,
en las grietas de la pared, en la entropía
que lenta nos acaba. Creo
en la vida aprisionada de la célula,
en sus membranas, núcleos, y organelos.
Creo porque las he visto en diagramas,
planeta deforme partido en dos
con sus pequeñas vísceras expuestas.
Creo en las arrugas y en los antioxidantes.
Creo en la muerte a regañadientes,
sólo porque no vuelven los perdidos,
sólo porque se me han adelantado.
Creo en lo invisible, en lo diminuto,
en lo lejano. Creo en lo que me han dicho
aunque no sepa conocerlo. Creo
en las cuatro dimensiones, ¿o eran cinco?
Creí fervientemente en el átomo indivisible;
ahora creo que puede
romperse y creo en electrones y protones,
en neutrones imparciales y hasta en quarks.
Creo, porque hay pruebas
(que nunca llegaré a entender),
en cosas tan improbables e ilógicas
como la existencia de Dios.
(De Principia, Tierra Adentro 2018, Elefanta 2021)
Lázaro I
Vine a morir un día de alta mar en Aruba
con las aletas y el esnórquel puestos.
Supe que me moría. No hay peor dolor
que el miedo, hay que decirlo.
Por lo demás, no pude despedirme. Ni siquiera
del cuerpo. De pronto siempre es tarde.
Quise gritar, pero el agua me calló la boca.
Desde entonces en un oído escucho,
aunque esté en el desierto, oleaje del Caribe.
Y hasta mi nombre, Celso,
se me ha salado un poco.
Quiero decir dos cosas. Primero:
todos los ahogados en el mar mueren de sed.
Punto y aparte. El tiempo, allá mismo,
en el anverso, es pura orfebrería.
Me levanté del cuerpo
como un niño aletargado de su cama
y me miré desde arriba mecido en el oleaje.
Supe entonces que somos tan ligeros:
pesamos menos que el agua salada.
Me distraigo. Eran dos cosas
que quería decirles. Primero:
la muerte es multitud. Desde arriba
pude mirar, extraña aparición,
a los demás ahogados,
todos ahí, devueltos a su muerte,
acróbatas del agua y del respiro,
llevados por la lengua ávida del mar.
Cada uno una y otra vez, durante siglos,
atravesado por el acto siempre ajeno de morir,
empedernidos en su muerte o resignados,
pero todos muriendo, hay que decirlo,
con la muerte en cuello,
rebosando su sal en los bolsillos. Entonces
soy uno de ellos, casi,
soy por poco alimento, tibio todavía,
y me pregunto: ¿qué pez se comerá mi corazón?
Pero no me morí
lo suficiente: mi nombre, Celso,
se me volvió a la boca
y el albedrío de mi cuerpo quiso. Dos cosas,
sólo dos, quiero decirles: cada quien tiene el suyo
pero mi dios es esa agua tibia iluminada.
Me atraviesa su lumbre líquida y despierto,
todavía, cada mañana, a veces,
con el oleaje propio de ese mar adentro,
mi sangre una marea tibia y salada, iridiscente.
Y hago de cuenta que la muerte es mi cumpleaños.
(De El reino de lo no lineal, FCE 2020)
Herencia electiva
Hoy traigo puesto el sostén
de mi abuelita muerta.
Es negro y tiene encaje
y me queda perfecto.
Qué sorpresa. Éramos
tan distintas. Ella
hasta la noche antes
de su muerte insistía
en lavarse la cara
y usar todas sus cremas antiarrugas
y yo a veces a penas, a veces
repruebo en serotonina, hablo
el idioma errático de la depresión endógena,
soy desniveles químicos, kármicos
de esa misma abuela que años antes
casi se desangró en la tina, en la infancia
de mi madre o salió en coche y dijo
que nunca volvería, quiero decir
que me oscurezco a veces como ella,
que se me otoña el cuerpo tan sobrando.
Pero cambió. Ya luego no quiso
morir nunca, ni cuando se cerró su edad,
aunque su cuerpo quiso
ella se abstuvo, prefería
no hacerlo. Y hoy
traigo puesto
su sostén, tan negro, tan encaje,
porque he volteado las piedras de los ríos,
porque es eso, al fin, lo que quisiera
heredar de ella, sus ganas
de quedarse.
La recuerdo:
lo último que comió en la tierra
fue un durazno prensado.
La recuerdo:
sus pies no tocaban el piso
cuando se sentaba en la silla
del viejo comedor.
Acostada en la cama de la última noche,
hundiéndose en su muerte sin salida,
se sostuvo con fuerza de mi mano
como si yo pudiera traerla de regreso.
Se murió
con las uñas pintadas de rojo.
Esto es cierto: favor
de remitirse
a la evidencia.
Abuela:
yo fui tu descendencia
tu estado de latencia, tu lactancia,
la forma de tus manos y tus dudas,
la pausa antes del acto.
Abuela: duro orden de sangre y leche,
armisticio, yo fui
las deudas que olvidaste,
la sombra de tu cuerpo en la banqueta,
la hebilla de tu zapato izquierdo.
Abuela. Gametos y labiales
que de niña yo frente al espejo.
Abuela. Luz
de medianoche. Esas
bolsas donde guardabas
bolsas donde guardabas
sobres de azúcar
y basura diminuta, tan
brillante. Abuela. Oropel de a peso,
cajita de música, chatarra de oro lenta.
Abuela. Bisutería. Piel, cabello, ojos.
¿Dónde están? Tanta materia inerte, tan
biodegradable.
Abuela, tenías miedo de dormir,
me despertabas. Nunca saldrás del hambre,
ni caminas a oscuras sobre la alfombra,
ni jamás fuiste a penas, duramente.
Abuela. Baraja de olvidos, ruina de telómeros,
siempre hacías trampa en los juegos de mesa
y querías vivir sobre todas las cosas
a pesar de tu cuerpo.
Esta mañana
decidí ponerme tu sostén de encaje,
¿lo recuerdas?
Tus ganas de vivir
contra mi cuerpo,
tus ganas
de sostenerte al mundo,
de quedarte.
Porque eso es lo que quiero:
heredar tu deseo,
amanecer con hambre.
Porque no todo lo negro es luto.
Lo sabías.
(De Planetas habitables, Almadía 2023)
Penélope manda a Ulises a dormir al sillón
He escrito este poema antes lo he
borrado Ulises: no pensé que volverías
pasaron años y pretendientes y años
la noche me devuelve al principio
todos los días son días de resurrección
mi vista está cansada mi vida luego invertí
en una buena máquina de coser Ulises
nunca creí en ti sólo creí en tu ausencia
cada día era una puntada con la aguja de oro
cada noche me rompo me retracto
tu distancia se tornó dócil como un perro viejo
aprendí tantas cosas con los ojos cerrados
antes que antes conjugué los verbos en plural
el principio está en alguna parte pero no
me reconoce sólo humedecimos nuestros dedos
y empezamos Ulises no contaba
con tu regreso no contaba te mandé
a dormir al sillón no me arrepiento antes
el presente estaba hecho de materiales oscuros
oblicuos viejos automóviles en las afueras
azoteas como manos abiertas aquí
estamos señor que sea tu voluntad
después te fuiste todos los días
repetí la cicatriz cuánto me amaron
los que no me conocieron un día
comencé a sanar y a morir al mismo tiempo
fingí esperarte pero las palabras son puntadas
son sutura pero cada noche siete puntos ciegos
y un barco quise tejer un mapa quise
tejer un mar la ruta y la pérdida
el camino y la errancia
quise escribir un mapa para traerte a mi puerta
para mantenerte lejos quise escribir la brecha
para compensar la brecha pero
el amor: esta forma de neurastenia
patrocinada por la televisión abierta
Ulises mi tiempo compartido el nudo
elemental de la palabra la estela
y la estática de tu voz que atraviesa
largas distancias cuando llamas
la salvia rancia del árbol que
plantamos juntos nuestra sal nuestra saliva
nuestros veinte dedos pero Ulises
pusiste tierra y palabras de por medio
te curaste en salud pusiste
pies en polvorosa con una mano detrás
y otra adelante tocas la puerta del regreso
yo que pasé mi vida deshaciendo mi vida
puedo decirte esto: tal vez regresaste
pero volver volver es imposible
(De El libro de las transformaciones, inédito)
Elisa Díaz Castelo (Ciudad de México, México, 1986). Ha ganado el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020, el Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017 y el Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019 por Cielo nocturno con heridas de fuego, de Ocean Vuong. Estudió una maestría en Creative Writing en NYU y ha sido becaria del FONCA (Jóvenes Creadores), de la Fundación Para las Letras Mexicanas y de la Fulbright. Mura presenta una selección de poemas de Principia, El reino de lo no lineal, Planetas habitables y El libro de las transformaciones. Estos poemas de Elisa Díaz Castelo son una muestra de su obra poética que hace parte de la literatura mexicana contemporánea.
Cuéntanos en los comentarios qué tal te parecieron los poemas de Elisa Díaz Castelo.
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