Una aguda crítica al capitalismo y sus promesas, que aparecen como espejismos utópicos, contado a través de la ciencia ficción con elementos cyberpunk componen la última novela de Nieva, ‘La infancia del mundo’. Esta entrevista a Michel Nieva explora el sentido de su obra y sus reflexiones sobre la identidad, la tradición literaria y una perspectiva sobre el futuro del sur latinoamericano.
Fotografía Michel Nieva.
Michel Nieva (1988) es un escritor argentino nacido en Buenos Aires, reconocido por su exploración de la ciencia ficción, la historia argentina y la crítica social en sus obras literarias. Su trayectoria incluye el poemario Papelera de reciclaje (2011) y varias novelas destacadas, entre las que se encuentran ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? (2013) y Ascenso y apogeo del Imperio Argentino (2018), así como el ensayo Tecnología y barbarie (2020).
En 2023 Nieva publicó con la editorial Anagrama su última novela, La infancia del mundo (2023). En esta obra, fusiona elementos del género cyberpunk con una profunda reflexión sobre la desaparición del sur de América Latina y las complejas interacciones entre literatura y videojuegos. Recientemente publicó su último libro, Ciencia ficción capitalista (2024), donde reflexiona sobre cómo el capitalismo actual utiliza el lenguaje de la ciencia ficción para promover una visión utópica de la humanidad, mientras oculta las consecuencias destructivas de su propio modelo.
Nieva fue incluido en la selección de los mejores narradores jóvenes en español por la revista Granta en 2021. También ha recibido el prestigioso premio O. Henry de Ficción Corta 2022 por su relato «El niño dengue», que más tarde se convirtió en la base para su novela La infancia del mundo.
En esta entrevista, exploramos obras clave de Nieva como ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?, La infancia del mundo y Tecnología y barbarie. Además, discutimos sus intereses y pasiones literarias, que abarcan desde la ciencia ficción y la gauchesca hasta la crítica del capitalismo, el lenguaje y la violencia.
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Shubert Silveira (SS): En la conferencia “El escritor argentino y la tradición”, Borges plantea que el autor tiene derecho a utilizar toda la cultura occidental. Parecería que en una obra como ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? se sigue esta recomendación borgeana, en tanto que hay un uso de la ciencia ficción a la manera norteamericana (también Melville y su Bartleby), pero mezclada con la gauchesca, lo cual supone una especie de mezcla irreverente de géneros heterogéneos. ¿Cuál es tu posición respecto al uso de diversas tradiciones literarias, ya sea que se asocien directamente con Argentina (como la gauchesca) o con otros países, como es el caso de la ciencia ficción?
Michel Nieva (MN): Ese ensayo, junto con el Manifiesto antropófago, fueron muy importantes para mí para pensar la manera de escribir situado desde el sur. No solo por escribir literatura sudamericana, sino también por escribir ciencia ficción. Además, la ciencia ficción comparte algunos de los atributos que Borges considera que tiene la literatura argentina, que consiste en estar en la periferia de las grandes tradiciones.
Pero también pensaba que, en ese ensayo, Borges se pregunta cómo escribir sin pasado o sin una tradición que respalde a la literatura argentina; en la ciencia ficción pasa también que la pregunta es cómo escribir sin un futuro. En ese sentido, yo me he preguntado cómo escribir el futuro desde una tradición que casi no tiene representaciones del futuro.
Para eso, algunas tradiciones periféricas –como el afrofuturismo– son estimulantes para pensar en otros futuros posibles. Hay, por ejemplo, un escritor afrofuturista, Kodwo Eshun, que dice justamente que el futuro ya fue pensado por el norte, y está tan sedimentado que es como que ese futuro ya está escrito y no se puede pensar otro futuro, sino que se puede hackear el futuro que ya fue pensado desde el norte. Me interesa esa cuestión de agarrar el futuro del norte pero llevarlo al sur. Es algo que me interesa en mi escritura y que, en cierto punto, tiene algo que ver con “El escritor argentino y la tradición”. Al no haber una tradición del futuro, también se puede tomar con más libertad ese futuro.
Me pasó con el último libro que publiqué, La infancia del mundo. Mis libros siempre habían circulado en Argentina nada más; este salió en una editorial española y en España me decían “la ciencia ficción piensa futuros universales, pero tu escritura es muy provincial, porque piensa lo que pasaría con el futuro desde Argentina”. Parece provincial el futuro desde Argentina porque uno está acostumbrado a ver el futuro pensado desde Estados Unidos que, en el fondo, es super provincial porque se parece a los pueblos del oeste norteamericano llevados a Marte. Pero está tan pensado ese futuro que damos por supuesto que es el futuro que va a ocurrir. Me interesa pensar el ensayo de Borges ya no solo desde el pasado, sino desde el futuro, que es la materia proteica de la ciencia ficción.
SS: Beatriz Sarlo postuló la hipótesis de que todo escritor argentino, alguna vez en su obra, aborda el espacio de la pampa (el espacio y el tiempo histórico de la pampa, en su sentido más decimonónico). En muchos autores esta hipótesis parece cumplirse, incluso cuando el escritor vive en medio de un clima profundamente urbano –como podría ser Buenos Aires o New York, en tu caso–. ¿Cómo ves este tema? ¿Hay una tradición que arrastra a los escritores hasta cierto lado?
MN: Hay algo que dice Piglia sobre Borges, y es que, cuando Borges escribía lo que él llamaba literatura fantástica, o lo que en esa época se entendía por literatura fantástica, eran unos cuentos que salían en revistas que se vendían en los kioscos de diarios, sobre fantasmas y casas encantadas; pero a Borges le servía esa etiqueta para trabajar con más libertad sobre tradiciones diferentes. Creo que eso es algo que la ciencia ficción, al ser un género menor, habilita: a leer con más libertad la tradición argentina y otras tradiciones.
En mi escritura, me interesa tomar la literatura argentina y pasarla por el filtro de la ciencia ficción. De ahí surge la inquietud por volver al siglo XIX, que es pensar el origen del cyberpunk argentino, que puede ser toda la tecnología puesta al servicio del genocidio indígena, o la distribución originaria e inigualitaria de la tierra, que sigue hasta nuestros días, pensado como un origen cyberpunk: la tecnología al servicio de degradar la vida. Es uno de los temas principales de ese subgénero de la ciencia ficción y ahí surge la cuestión de mezclar el cyberpunk con la literatura gauchesca.
Además, me gusta de la ciencia ficción que permite pensar el tiempo de una manera no cronológica, porque hay violencias que surgen en Argentina en el siglo XIX, que se repiten con una estructura atemporal. En mi escritura, me interesa fusionar el futuro con el pasado, con un tiempo que no es cronológico. Y ahí también surge el interés por la literatura gauchesca que permite, desde la ciencia ficción, narrar el futuro; y desde la gauchesca, examinar la historia de Argentina. Pero es una obsesión de la literatura argentina, es como una fantasía de que hay una epopeya homérica y que la tradición es un lugar al que se puede volver. Un pasado, justo ese que Borges decía que no tenía la literatura argentina.
Diana Torres (DT): Raymon Federman le preguntó a Stanisław Lem si él advertía alguna distinción entre Ciencia y Filosofía en su obra. Tú, que estudiaste filosofía de manera formal, ¿realizas alguna distinción entre ellas en tu obra?
MN: Stanisław Lem es un escritor que siempre me gustó mucho, porque tiene esa cuestión muy borgeana de usar los subgéneros como la ciencia ficción, pero por una cuestión de mercado. Está instalada la idea de que ciencia ficción es un ladrillo de 500 páginas, que si tiene éxito comercial se convierte en una trilogía o en una saga. Pero la ciencia ficción no es un género narrativo en sí mismo, sino que es una perspectiva. Gabriela Damián Miravete dice que es una sensibilidad; yo pienso que puede ser una sensibilidad o una perspectiva para poetizar o politizar la tecnología, pero no se adscribe necesariamente a un género específico. También se puede escribir ciencia ficción desde el ensayo, por ejemplo, que es algo que me interesa bastante.
En mi escritura está la ciencia ficción y la ciencia no-ficción, que sería tratar los mismos temas desde la ensayística. Pero es un origen que tiene la ciencia ficción al ser un género –en cierto punto– no literario: al no estar preocupado por las grandes aspiraciones estéticas de la poesía o de otros géneros, se vuelve un instrumento para reflexionar sobre ciertos temas. Pensar los temas ficcionalizados más que un género literario, como el origen de los cuentos filosóficos de Voltaire o de Swift, que eran autores que tenían intereses políticos o filosóficos y llevaban esos intereses a la ficción, de igual manera que se podían desarrollar en el ensayo para reflexionarlos como si fueran una parábola. Ese es un origen que me interesa de la ciencia ficción, que es como una prótesis de la filosofía: tratar los temas filosóficos aplicados a una parábola filosófica y ficcional.
En la literatura argentina está ese arquetipo que impone Borges del escritor que, además de escribir ficción, también tiene una faceta que es el laboratorio de su escritura, donde reflexiona sobre las condiciones de lectura de su propia obra. Y es una vara muy alta que puso Borges, que cualquier persona que escribe en Argentina trata de imitar. Basta pensar en Piglia, Aira, Saer… Todos ellos tienen una faceta ensayística. Por un lado, es algo que propicia la ciencia ficción; pero también es una tradición que está en la literatura argentina. Es una doble cara de la literatura: la ficción y el laboratorio de esa ficción.
SS: ¿De qué manera entra la tradición clásica en tu obra? No solo teniendo en cuenta que has traducido los fragmentos de Heráclito desde el griego antiguo; sino que, por ejemplo, en ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? nos encontramos con un fragmento del Quijote en latín.
MN: Mi formación académica es de filosofía y mi especialización es en filosofía griega. Pero no sé, honestamente, cuánto de eso entrará en mi escritura. Me interesan las epopeyas homéricas que comparten con algunas estructuras de la ciencia ficción el estar muy reglamentadas. En general, todo lo que está muy reglamentado, por parecerse a la ciencia ficción, me interesa. Pero no sabría decirlo; si hay alguna influencia, no es muy voluntaria. Sí me sigue interesando, ahora, Luciano de Samosata, por ser una especie de protoescritor de ciencia ficción; pero, más allá de eso, he intentado que no haya mucha conexión. Si la hay, es contra mi voluntad.
Me interesa mucho la traducción. A veces pienso que, en realidad, la escritura es un subgénero de la traducción; cuando escribo, me interesa mucho traducir. Cuando estoy escribiendo algo, me pongo a traducir un texto que me parece que evoca un universo afín. Entonces, la traducción que forma parte de los grecolatinos sí la tengo incorporada a la escritura. No tanto como algo intelectual, sino como la fábrica material de la escritura. Por ejemplo, el miedo a la página en blanco es algo imposible que se pueda tener cuando uno está traduciendo, porque siempre hay algo para traducir y me gusta, antes de empezar a escribir, traducir algo. Es una entrada en calor para los dedos, es una sensación que me gusta. La traducción la tengo incorporada como propedéutica de la escritura y eso es algo que conservé de cuando estudiaba a los griegos.
SS: David Viñas, haciendo referencia a “El matadero” de Esteban Echeverría, dice que la literatura argentina comienza con una violación –más allá de que es discutible si, finalmente, en el relato de Echeverría los federales abusan sexualmente del unitario–. No obstante, esta huella de origen está presente en Sueñan los gauchoides…, con elementos como la picana, que remiten a la última dictadura argentina. ¿Qué papel juega la violencia en tu obra? Ya que, en muchos casos, parece tener connotaciones políticas; pero en otros, como en La infancia del mundo, muchas veces es violencia gratuita.
MN: Creo que algo que comparten tanto Esteban Echeverría como Osvaldo Lamborghini, que son dos escritores que me interesan mucho, es que intuyen que es imposible una violencia física, por más visceral que sea, sin que sea correlativa a una violencia de la lengua. Y esa violencia es un dominio en el que puede intervenir la literatura, porque tiene que ver con las palabras. En sus escrituras hay una reflexión de cómo se engendra esa violencia de la lengua que, a su vez, engendra una violencia física. Es una poética que me interesa mucho en mi escritura para pensar la poesía y la historia de esa violencia en Latinoamérica, que también tiene que ver con algo atemporal, porque se repite de manera idéntica en la historia de la desigualdad económica, del racismo, las violencias patriarcales… En mi escritura hay una reflexión por esa violencia de la lengua que, a su vez, permite que se vuelva una violencia irrefrenada. Al escribir, trato de pensar en una violencia que se vuelve hiperbólica mediante la lengua, y eso es lo que la vuelve gratuita, en cierto punto.
SS: Una de las portadas de Sueñan los gauchoides… es una readaptación con robots de la clásica pintura de Ángel Della Valle “La vuelta del malón”. Es decir, que la tradición gauchesca también pasa por una utilización paródica desde las artes plásticas. Respecto a la portada del libro, ¿vos tomaste esa decisión, o fue solamente por parte de la editorial, ya que se alude a ese cuadro explícitamente en el libro?
MN: Yo publiqué mi primer libro en la editorial Santiago Arcos, que ya no existe más, pero tuve la suerte de aprender con el editor a pensar el arte de la escritura involucrada en fabricar un libro y todas las facetas que intervienen en la producción de esa intervención estética. Entonces, todo lo que tiene que ver con el paratexto está muy pensado entre el editor y yo. También me gustaba jugar con una tradición de la estética pulp de las tapas de ciencia ficción, que me encanta y que en Argentina no llegaba tanto. Pero tiene que ver con la intención de introducir una estética nueva, y eso también en lo visual se puede volver mucho más ostensible.
Había una intención muy pensada de que esa estética también se refleje en lo visual. Le pedí a un ilustrador que hiciera una versión de “La vuelta del malón” con robots y nos trajo, me acuerdo, una versión que tenía montañas y dijimos: “Che, pero en la pampa no hay montañas. Es llano”. Así que hay una versión previa que era mucho más deforme. Que hubiera estado buena, igual. Y, también, en la tapa del siguiente libro de ficción, Ascenso y apogeo del imperio argentino, estaba muy pensada la estética, dialogando para producir ese cruce entre la literatura argentina –o lo gauchesco– con lo más pulp de la ciencia ficción. Este género es muy visual, desde la tapa de los libros, y está presente esa intención en esas dos novelas.
Para el último libro, me contacté con el artista Adrián Villar Rojas y él me decía que, como era una nueva editorial, había que hacer algo distinto a las anteriores tapas. Entonces, la tapa de La infancia del mundo es muy distinta a las anteriores, pero estuvo muy pensada la cuestión estética. Adrián Villar Rojas hizo un casting de mosquitos, agarró distintos insectos y armó un mosquito mutante, y también hizo una investigación de cómo hacer la sangre de DFX1 para las películas de terror, y pintó la sangre usando miel y otras cosas.
En general, intento pensar mucho las tapas. En este nuevo libro en Anagrama traté de mantener la forma de trabajo que tenía en la editorial anterior; es decir, tratar de participar en todas las instancias de armado del libro.
SS: El relato con el cual comienza tu última novela, “El niño dengue”, parece ser una versión apocalíptica de un tradicional cuento de hadas como “El patito feo”. Mucho más adelante en el libro, se alude a Blancanieves. ¿Fue esta una base de inspiración para el relato que da comienzo a La infancia del mundo?
MN: Sí, César Aira tiene una frase que me encanta: él dice que escribe cuentos de hadas dadaístas. Creo que el dadaísmo se conecta con la literatura infantil, con esa tradición de la alta literatura –un poco vilipendiada– de los cuentos de hadas, que también permite que la ciencia ficción, como dice Ursula K. Le Guin, sea una bolsa transportadora; que, al ser una especie de parásito de los discursos tecnológicos, pueda ser un parásito de cualquier discursividad.
Como la historia es sobre la niñez, me interesaba jugar con todos esos géneros: las canciones infantiles, los cuentos de hadas… Hay una vocación por usar los géneros más lúdicos y poco respetados por la alta literatura, que es un procedimiento que también está en el dadaísmo y que a mí me gusta mucho.
DT: La transición de niño a niña dengue sucede al final del primer capítulo y, para el final del capítulo cuatro, la niña dengue se ha convertido en mami dengue. Sin embargo, ¿por qué crees que la mayoría de representaciones visuales que existen alrededor de tu libro son del niño dengue, y no de la niña dengue?
MN: Debe de ser que no llegaron a leer toda la novela, se aburrieron antes y se quedaron con la imagen del primer capítulo [risas]. Es verdad, no lo había pensado, pero es un poco como que la imagen inicial del niño-mosquito humanoide por ahí era más fuerte. Después son variaciones sobre esa primera imagen, y tal vez por eso es la que queda más instalada. Por ahí, también, porque hay muchos imaginarios –como La mosca de Cronemberg o Gregorio Samsa– y por ahí se lo conecta más con esa imagen del comienzo del texto.
Además, primero se publicó el primer capítulo de manera independiente, y eso circuló mucho más que la novela en algún punto. El primer capítulo está en libre circulación por internet y mucha gente no compró la novela, pero sí encontró el primer capítulo en las redes, leyó eso y les quedó esa imagen.
DT: Al empezar la novela, creí que no existiría parricidio paterno en la historia porque empieza con la ausencia del padre; sin embargo, al final, la niña dengue mata a su “padre/creador” Noah Nuclopio. ¿Por qué decidiste que esta muerte –cuasi alegórica– ocurra en el metaverso?
MN: No lo pensé mucho de esa manera. Había una estructura –volviendo a la literatura griega– que era la búsqueda de su origen, la búsqueda del padre. Pero hace poco escuché una frase, que creo que era de Oscar Wilde, que decía que el poeta no es el dador de la moraleja de la fábula que urde. Me gustó esa frase porque sirve para responder cualquier pregunta sobre cualquier cosa de algo que escribiste y no sabés la respuesta [risas].
Así que diría que no se puede ver la moraleja de lo que escribía, pero no había pensado por qué era en el metaverso. Me había interesado que al final se conectara el videojuego con la realidad, ya que hay un juego con eso en el texto. Pero es verdad, es un poco frustrante que quiera matar al padre, pero en realidad no lo mata, lo mata en un simulacro.
SS: ¿En qué medida La infancia del mundo es un libro que tiene como condición de escritura a la pandemia del Covid-19?
MN: Sí, totalmente. De hecho, lo empecé a escribir durante la pandemia, en un contexto de encierro sanitario. Hay muchos elementos de la pandemia y de lo virósico que fueron condicionantes fundamentales para escribir.
Pero una cuestión que me impactaba mucho era que en Argentina, cuando se decreta el cierre sanitario, en realidad había una endemia de dengue, pero, como ya era tan mediática la cuestión del Covid, se la trató de silenciar. Esta enfermedad, tradicionalmente, afecta a ecosistemas tropicales y subtropicales, pero por el calentamiento climático se extendió a casi todo el país. Me parecía muy loco cómo para una enfermedad con una estructura muy parecida al Covid nunca se desarrolló una vacuna, porque las personas afectadas no les importan a las farmacéuticas, porque no le pueden sacar un usufructo económico. Sin embargo, con el Covid inmediatamente, a los dos meses, ya había una vacuna; si bien se demoró la comercialización porque había pruebas y demás procesos, pero la vacuna se hizo en dos meses.
Me interesaba contar una pandemia del sur y de ahí surge una de las cuestiones de lo virósico, como la famosa frase de Mark Fischer de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”; pero con la pandemia se vio que en el capitalismo monetiza la catástrofe. Las ciudades estaban cerradas pero el trading algorítmico que motoriza las acciones de la bolsa seguía funcionando y sacando rendimiento de las empresas que se beneficiaban con la pandemia. Ese fue un tema que me impactó bastante y que aparece en el libro.
Y la violencia como un virus es un tema que me interesaba en la novela. Un virus es algo que no está vivo ni muerto, sino que se puede activar y desactivar. Quería pensar una violencia que tiene esa estructura, que es idéntica en el siglo XIX o en el siglo XXIII. Y, no sé hasta qué punto, escribir encerrado también aparece en algunos espacios un poco claustrofóbicos del libro. Pero sí, es una novela que estuvo muy marcada por la pandemia. Eso la vuelve más coyuntural.
DT: En La infancia del mundo, el Dulce y la niña dengue tienen 12 años. Paralelamente, el nombre de La Gran Anarca está compuesto de 12 letras y a lo largo de la novela juegas con este número. ¿Es el 12 un número cabalístico para ti?
MN: No. Fue una casualidad que fuera apareciendo ese número. Igual, me gusta respetar las casualidades. Pero lo usé más como un procedimiento de escritura, en esa tradición que Aira importa a la literatura argentina desde Raymond Roussel y Oulipo. Son escuelas que me gustan mucho porque me resulta estimulante usar ese tipo de restricciones matemáticas o de procedimientos para escribir. Fue apareciendo y lo introduje como elemento de escritura, que todo tuviera 12. Porque, en realidad, en la primera versión los personajes tenían 8 años; después quise que tuvieran 12 para que se respete esa estructura.
Pero sí me interesa mucho la cábala. También está esa tradición del Golem, que Borges importa a la literatura argentina, que es una serie de criaturas que aparecen mucho y que me obsesionan, también están presentes en mi escritura. Como un tipo de Frankenstein, de criatura un poco aberrante.
SS: La novela tiene mapas e ilustraciones. ¿Con quién trabajaste para eso y cómo fue el vínculo entre texto e imagen?
MN: Volviendo a los imaginarios primigenios de la literatura, la cultura argentina y la ciencia ficción; quería volver a esas geografías proteicas de la tradición, que integran la pampa y la Patagonia, y pensarlas transformadas completamente por el cambio climático. De ahí surge el interés de trabajar con una imaginación cartográfica: hice una investigación de cómo sería la Tierra cuando se derritan los hielos antárticos, tomé esa versión que hice desprolijamente –porque no soy muy bueno dibujando, muy a mi pesar– y se la llevé a un ilustrador. La tapa de mi anterior libro la había hecho Polaco Scalerandi y él me puso en contacto con otra persona que hacía más ilustraciones de este tipo. Yo le pasé esta idea, con la intención de que tuviera una estética de mapa, como el que se estudia en la escuela primaria; que sea el mapa que el niño dengue estudia en la escuela sobre lo que es Argentina. Y ahí apareció la cuestión de incorporar este elemento.
También está la idea de que las ilustraciones son propias de la literatura infantil y que la ´gran literatura´ puede prescindir de estos paratextos. A mí me gusta jugar con esta cuestión de libro ilustrado y ahí aparece lo del mapa. Quería experimentar, construir la historia a partir de lo cartográfico; es algo que también está en el origen de la literatura del siglo XIX, más por ser una literatura de viajes. También porque el origen de la novela es un viaje que hice a los lugares donde ocurrieron las excursiones de los indios ranqueles. Algunos de esos espacios son donde transcurre la novela, pero ese material nunca lo pude convertir en nada publicable, aunque sí usé un poco ese diario para nutrir la parte del videojuego, la historia transcurre en diálogo con ese libro.
En casi todos mis libros aparecen ilustraciones porque me interesa mezclar esos dos registros. Como me copé mucho para imaginar la biografía del mosquito, utilicé una de las ilustraciones de Ernst Haeckel, un biólogo alemán que me encanta. Él hace una taxonomía de todos los huevos posibles que existen en la naturaleza y, además, estaba bajo la influencia de todo el arte de Hans Ruedi Giger, quien hace el arte de Alien. No sé si es exactamente un huevo, pero es una estructura que después expulsa al alien, una especie de planta babosa. Tenía la idea de que aparezca un huevo que fuera una mezcla del trabajo de Ernst Haeckel y el huevo de Alien; a Gustavo Guevara, el ilustrador, le pedí que hiciera una mezcla de ambos.
También me interesa esto del trabajo en equipo, que un poco lo aprendí trabajando con el editor de Santiago Arcos. La instancia de la discusión en equipo era muy importante y me gusta trabajar con otras personas. Eso es lo que me gusta de las ilustraciones: introducir a otras personas al texto.
DT: ¿Cuáles fueron los videojuegos que usaste de base para crear “Cristianos vs. Indios”?
MN: Creo que fueron dos juegos que jugué en la adolescencia. Uno era Age of Empires y otro que se llama Ultima Online, del cual hablé con varias personas, aunque no lo conocían; es un juego de rol, como Calabozos y dragones, pero en un universo propio. Esos eran los juegos que tenía en mente.
También me interesaba introducir el videojuego como estructura narrativa literaria, hace un tiempo desarrollé un videojuego con un grupo de personas que programaban y quería introducir esa dinámica a la escritura literaria.
En la novela hay muchos artefactos narrativos no literarios que introduje para tratar de pensar cómo narrar grandes temporalidades que no son tan comunes en una novela –como el tiempo de lo planetario, o narrar el tiempo del invierno– y ahí apareció la idea de introducir el videojuego. Y este tema, también, narrado desde el sur, porque en muchas novelas norteamericanas que encontré aparecía la experiencia de las consolas falsificadas o de la mala conexión a internet, un poco sobre cómo la tecnología fallaba. Quería introducir esa cuestión. Por ejemplo, en este último Slime2, cuando jugábamos nos pasaba que era un servidor en Estados Unidos y, jugando desde Buenos Aires, se trababan todos los personajes y de repente, cuando se restablecía la conexión, siempre nuestros personajes estaban muertos. Quería introducir ese chiste en el texto.
SS: Uno de los proyectos tal vez más extraños propuestos por Sarmiento fue la propuesta de crear una Argirópolis, una ciudad imaginaria que, para mediados del siglo XIX, sería la capital de los Estados Confederados del Río de la Plata y se ubicaría en la Isla Martín García. ¿Fue esta una influencia para pensar el espacio donde se desarrollaría La infancia del mundo?
MN: Sí, totalmente, y ahí aparece una cuestión que me interesa mucho, que es una especie de superstición del siglo XIX, que para Sarmiento estaba muy presente: que lo geográfico determina el temperamento de lo nacional. Pensar cómo determina la geografía específica lo idiosincrático de una nación. Por eso me interesaba jugar con imaginarios tan instalados en Argentina, completamente violentados por el cambio climático, y cómo cambiaría lo que son esos lugares; porque, por un lado, hay una romantización de estos espacios, pero la economía del país depende de la extracción desenfrenada de esos mismos espacios y la destrucción de los ecosistemas.
Sí, ese texto de Sarmiento me parece fascinante. A veces pienso en la tradición de la política como delirio y la cuestión del complot y las paranoias, que en la literatura aparecen después en Roberto Arlt o en Carlos Gamerro, pero que ya están en ese texto totalmente delirante, Argirópolis, que también tiene lo cartográfico como imaginación del proyecto. Es un libro que me interesa mucho.
Tengo un ensayo que se llama Tecnología y barbarie en el que trato de mapear una tradición del cyberpunk argentino y hablo de Argirópolis. Tecnología y barbarie es un libro que salió y tuvo una tirada muy corta, pero se va a reeditar en 2024. Para sacar ese libro, con el ilustrador con el que trabajamos en La infancia del mundo armamos el mapa de Estados Unidos, de Sudamérica y de la Argirópolis de Sarmiento. Esta cuestión de lo geográfico, de lo nacional y de la identidad es fundamental, es algo que me interesa mucho.
DT: El Anarca, personaje de Ernst Jünger en su novela Eumeswill (1977), también ambientada en un mundo postapocalíptico, es esta figura “adulta” ideal metafísica de un individuo soberano que existe en el mundo, pero no es parte de él ni de su tiranía. Tú, por otro lado, presentas a La Gran Anarca como esta “sabiduría de la primera infancia del mundo”(36) que existe y que posee/poseyó/poseerá una edad ad infinitum, pero que ha sido mercantilizada. ¿Ves a la infancia como un momento en donde el individuo es soberano de sí mismo o que está sujeto a la tiranía de su entorno?
MN: Me interesaba introducir la infancia como pensar en un tiempo en el que no existe el futuro, una edad que es pura potencia. Esa potencia hereda una posibilidad muy grande, pues es una edad muy frágil y muy dependiente de los demás; pero esa potencialidad también le da mucho poder. En la escritura me interesaban esas dos facetas: lo frágil y la potencia de una edad en la que todo es germinal. No sé si tengo una respuesta a la pregunta, pero sí me interesaba esa dualidad.
El texto de Jünger me lo mencionaron varias veces, pero, la verdad, no lo leí. Surgía de una referencia mucho más peregrina, pues había un videojuego que tenía un glitch en el que había un personaje que decía todo el tiempo “¿quieres que hablemos de La Gran Anarca?”. Lo tomé de ese videojuego.
SS: La novela nos presenta, por un lado, un apocalipsis en la periferia y –a pesar de estar ambientada en el siglo XXIII– la anarquía toma elementos del siglo XIX “bárbaro” de Argentina. Se confunden los espacios (el Caribe, la pampa) y las épocas (pasado y futuro). Pensando en la tradicional dicotomía entre centro y margen, ¿qué implicaciones toma para vos hacer de un lugar tradicionalmente marginal, y de un tiempo marginal, el centro de un mundo postapocalíptico?
MN: Estaba la intención de algo que hablamos al comienzo, que es hackear el futuro del norte y situarlo en el sur. Pensar el futuro y algunas fantasías tecno-capitalistas, como llevar la humanidad a Marte o subir la consciencia a una nube, pero narradas desde la perspectiva del sur. Pensaba que alguien que escribe ciencia ficción se encuentra en una situación extraña sobre cómo escribir un género que es, un poco, el motor mitológico del capitalismo contemporáneo. Todas las fantasías de solucionar el cambio climático y otros problemas de la humanidad que surgen en Silicon Valley están nutridas por la literatura de ciencia ficción. Por ejemplo, terra-transformar Marte: la parte estética está tomada de la novela de Kim Stanley Robinson, el diseño de las naves espaciales y los trajes lo hace un diseñador de Hollywood, la cuestión del metaverso y subir la consciencia a una nube que surge de la novela de Neal Stevenson y William Gibson.
¿Cómo una persona que escribe puede intervenir esos discursos, que ya son una estetización de las mercancías, a través de la ciencia ficción? En mi escritura, me interesa una voluntad paródica a esos discursos. Pienso que este libro, más que ciencia ficción, es meta-ciencia ficción, porque es una escritura sobre la ciencia ficción del propio capitalismo y cuenta lo que ese discurso suprime, como los lugares desde donde se extraen los recursos que producen la batería de los autos de energía limpia o los motores de las nubes. Se trata de incrustar el futuro utópico, que es la utopía del capitalismo, en un lugar en el que está suprimida esa utopía. Y ahí aparece este cruce de narrar el apocalipsis desde el sur.
- Digital Fusion Experience. ↩︎
- Slime es un servidor de videojuegos en línea utilizado en distintas plataformas de juegos multijugador. ↩︎
Michel Nieva (Buenos Aires, Argentina, 1988).
Es un escritor argentino especializado en ciencia ficción. Realizó sus estudios de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y actualmente es becario doctoral en la Universidad de Nueva York, donde también se desempeña como docente. Nieva ha traducido del griego antiguo los Fragmentos de Heráclito y textos para la Antología de escritoras griegas, así como cuentos de autores como William Faulkner, Angela Carter, James Tiptree Jr. y Philip K. Dick, entre otros. Su talento literario ha sido reconocido con el premio O. Henry de Ficción Corta en el año 2022.
Diana Torres Arias (Quito, Ecuador, 1994).
Editora e investigadora. Estudió Literatura en Ecuador, Literatura Comparada y Lingüística en Estados Unidos. Es Editora de redacción en la revista académica Spanish and Portuguese Review.
Shubert Silveira (Paysandú, Uruguay, 1991).
Estudió filosofía en Montevideo, Psicología en Varsovia, Filología en París y actualmente estudia Literatura en Boston.
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