«Parece que tu yo verdadero / se desprendió y salió y te cuesta alcanzarlo»: sobre la poesía de Circe Maia, por Francisco Álvez Francese

«Parece que tu yo verdadero / se desprendió y salió y te cuesta alcanzarlo»: sobre la poesía de Circe Maia, por Francisco Álvez Francese

marzo 5, 2024
8 min read
ensayo sobre Circe Maia

Circe Maia, referente indispensable de la poesía uruguaya actual, ha construido una obra prolífica que se expande a todos los géneros. En ensayo sobre Circe Maia, Francisco Álvez Francese se aproxima a elementos que atraviesan la poesía de Maia como la paradoja y la dualidad, desde donde la autora construye un universo poético que logra condensar la esencia de la vida y el tiempo.

Fotografía por Gabriel Read, fueron tomadas en la casa de Circe en Tacuarembó en 2014.

Cuando Circe Maia sacó el libro Dualidades (Montevideo: Rebeca Linke Editoras, 2014) yo había empezado a escribir para la diaria y aproveché para hacer un breve repaso por su obra entera.

«Algo aún perfecto» se llamó ese texto que fue publicado el 19 de enero de 2015, que ahora comparto con apenas un par de correcciones.

Trece años hay entre Breve sol y Dualidades, último libro de poemas de Circe Maia, editado en noviembre de 2014. Solo el intervalo entre su libro infantil, Plumitas: poesías de mis 10 y 11 años (1944) y su primer libro de madurez, En el tiempo (1958), supera este «silencio». 

Si las comillas están justificadas es porque este silencio es relativo: en 2007, Maia reunió en efecto su Obra poética, que reeditó en 2010 con agregados; de 2011 es su remarcable libro de ensayos La casa de polvo sumeria: sobre lecturas y traducciones, que recoge textos que habían aparecido en distintos medios gráficos en relación con la literatura y la filosofía; y de 2013 sus traducciones del poeta escocés Robin Fulton y La pesadora de perlas, de poemas y conversaciones con María Teresa Andruetto. Sin embargo, Dualidades marcó un regreso: el regreso de una de las creadoras más importantes de nuestra poesía, de una de nuestras voces más claras y poderosas.

La obra de Maia (que abarca una decena de libros de poemas, en verso y en prosa, uno de ensayos, una pequeña obra de teatro y la novela Viaje a Salto) es variada, pero una. Entre sus libros se da, como dentro de los poemas, una conversación, un diálogo. Dualidades exige que el diálogo se haga: la referencia es explícita. No solo vuelven los motivos tan cercanos a la poeta (los cuadros de Paul Klee, las parábolas de Franz Kafka, los paisajes de Caraguatá), sino que el libro abre, además, con un epígrafe. 

Este hecho –comenzar un libro con una cita– es común en muchos poetas, pero no en Maia. Solo su primer libro de madurez iniciaba con los versos de Antonio Machado que dan el título: «Ni mármol duro y eterno, / ni música ni pintura, / sino palabra en el tiempo», auténtica máxima que pasa del andaluz a Maia y que ella ha tomado como definición de lo poético, de lo que vale en poesía: no la atemporalidad sino, como explica Machado a través de Juan de Mairena, la búsqueda de la inmortalidad que pone acento en el tiempo, en su inexorable paso. 

De alguna manera, la paradoja es la que gesta la poesía: enraizarse en el tiempo para volverse eterna. Esta «respuesta animada al contacto del mundo» (frase con que Machado refiere a la poesía y que Maia hizo también suya) vincula el quehacer poético con un vivir humano elemental, un ser cotidiano que se detiene y se asombra de su propia simplicidad y abismal complejidad. Un verdadero vínculo discreto entre vida y literatura, que se consolidan y confunden en esta obra inmensurable. Como En el tiempo, Dualidades comienza también con un epígrafe. De Machado, además. También de sus Nuevas canciones (1917-1930).

Otra arte poética en tres versos cortos: «Da doble luz a tu verso, / para leído de frente / y al sesgo», que hace releer (y repensar) su obra entera. El enclave de lectura doble que se propone a través de Machado (pensar la poesía como arte del tiempo, pensar la poesía como arte esencialmente ambiguo) funciona como disparador para la siempre gozosa experiencia de releer a Maia, de releerla desde el principio, desde el breve prólogo que abre su primer libro hasta las «Despedidas» de este.

Pero las referencias no terminan allí: el libro pide que se lo lea en un continuo, nos lo exige desde los títulos, desde los demás paratextos y desde los versos mismos de sus potentes poemas. Así, las dos secciones en que está dividido —«Imágenes» y «Voces»— comienzan con sendos epígrafes que explicitan el intertexto con el que se establece el diálogo: la obra anterior de la poeta. El primero, de la primera parte del poema «Vermeer», que pertenece a la segunda sección de Cambios, permanencias (1978), de título común «Imágenes»; el segundo de «Palabras», incluido en Presencia diaria (1964).

«Imágenes de imágenes / luz filtrada y silencio», sentencia Maia desde el poema publicado en 1978. Así se abre la primera parte, de contemplación: ver el mundo sin juicio, sin intentar modificarlo, recibir pasivamente, por los sentidos, eso que se nos da (que nos es externo) es la consigna. La transformación, sin embargo, es ineludible. Maia lo sabe. El paso de la imagen (de la vida) a la palabra constituye una profunda metamorfosis: la poeta lo entiende y lo acepta. Sabe y acepta la insuficiencia de las palabras, su carácter esquivo, traicionero, y por eso define, se detiene, detalla; porque sabe que el lenguaje poético no es compartido, y que debe serlo. 

No hay, en todo el libro (y, podría decir, en toda su obra), una sola palabra ingenua. La limpieza extrema del vocabulario, su ascetismo, es producto de un proceso lento de expurgación que la poeta ha comparado en su poema «El medio transparente» (de Superficies, de 1990, que tiene su eco en este libro en «Juego de niños») con la limpieza de las ventanas, que no debemos pintar ni decorar. Cada poema único abre las posibilidades inmensas de las palabras y expone todas sus limitaciones. El placer delicado de lo ambiguo, de lo indefinido (me viene a la memoria la imagen de Charles Perrault que recupera Fiódor Dostoievski, de la sombra del cochero que con la sombra de un plumero limpia la sombra de un coche) es una constante: la verdadera riqueza de la poesía, parece decirnos Maia, está en su capacidad de esquivar toda constricción, como un chorro de agua que intentáramos asir.

La verdadera riqueza es su propia limitación: ser y no ser a la vez. La mirada de la poeta se detiene siempre en detalles, a menudo marginales, de fotografías, cuadros, dibujos, y a partir de allí revela sutiles secretos y nos participa de su revelación. Vayamos a lo concreto: en un poema que se encuentra casi en la mitad de la primera sección aparece, de pronto y sin aviso, una voz. El libro recibe un repentino sacudón. La voz se rebela contra el yo lírico que llevaba adelante, vacilante, el poema. La voz extraña calla a la voz del poema, la clausura. «Esta nueva voz es fuerte. / Es firme. / Es clara. / Se enfrenta al tembloroso pensamiento»: su poder es total, cierra el caudal, clausura las otras voces.

«Es tiempo, es tiempo ahora / de voces entre voces apoyadas», dice Maia abriendo la segunda sección, desde el poema de 1964. Otra vez: las voces se corporizan, se personifican, ocupan espacio. Al diálogo se le suman personas que interrogan, se interrogan, cuestionan y se cuestionan. Dualidades es, como gran parte de su obra, una celebración de lo otro. Basta repasar los títulos de algunos de sus poemarios anteriores para considerar la constante: tanto «Vivir nuestro» (última sección de En el tiempo), El puente (su tercer libro, de 1970), como Cambios, permanencias y Dos voces (de 1981) dan la idea de binarismo. Al menos en principio, porque pronto las voces se multiplican, se replican y ahondan, se llaman, se hacen decir desde lo imposible (también desde la muerte). Hablan poetas, hablan personajes de novelas, hablan los que ya no están. La poesía se convierte en traducción, traducción de un código ajeno en un sentir propio y único que a su vez sufre un nuevo cambio y se vuelve común, transferible. Todo se va llenando de voces que en su multiplicidad se dan su lugar, se muestran claras y sinceras. Sé que su poema más famoso, «Otra voz canta», tiene claras connotaciones políticas específicas, pero me resulta interesante pensar en el uso que les da a sus versos Alma Bolón en el libro Onetti francés (2013). En un contexto teórico, esa otra voz que canta por detrás de mi voz no es entonces otra que la tradición, la lengua, siempre ajena, que habla a través y en mí. 

Como el diálogo socrático, los poemas de Maia nacen de la duda. No afirman rotundamente, construyen el pensamiento de a poco, pregunta a pregunta, y muchas veces no llegan a ninguna conclusión. Otras, un dístico medido y certero (tal vez herencia del soneto isabelino) o un verso solo cierra como un epigrama y queda prendido ahí en la hoja y resonando «—Cuidado, porque esa impresión / también es aparente». 

La contradicción, en esta poesía, se festeja. En un poema que se llama «Ella» —y que debe leerse en conjunto con el ensayo «La (el) visitante», de La casa de polvo sumeria— nos asegura (hablando de la muerte): «Ella es la nada». En otro, afirma, parmenidianamente: «Nada es la Nada». Otro poema se llama «La pared mal encalada», afirmación que su primer verso niega: «En realidad no fue mal encalada». 

Si el primer libro situaba a su autora «en el tiempo», este último se escribe casi por fuera. «Quedas / a un costado del tiempo», asegura, y desde allí escribe aún una poesía que atestigua la vida, la muerte y su desgaste a cada instante y en cada detalle, en «los bordes del mantel, un poco / desflecados» y en unas pinturas egipcias. Una poesía que exige que las cosas hablen y resurjan ante nosotros en toda su verdad. Que se alza contra el olvido y que se adentra en una aventura interior que es con lo externo. Que sabe que todo está en un libro, pero que a ese libro no lo podemos leer. Porque aunque «La luz y la sombra / han devorado el tiempo», la poeta ve más allá, ve «La hora del silencio». Como notaba Roberto Echavarren en un ensayo sobre la poeta, Maia prescinde prácticamente, por eso, de la primera persona: «El interior está afuera, nos dice esta poesía», afirma el crítico. 

«Doble luz, doble mundo» afirma por su parte esta poesía en «Desdoblamiento», de Cambios, permanencias, y desde esa certeza escribe, desde la convicción de la existencia de un mundo (cuanto menos) dual, en el que el vacío es tan productivo como su contrario; en el que de esta oposición nace todo. 

Allí es donde hay que buscar las cosas: en la apariencia. «Cada cosa / mostrándose en su doble: sombras, reflejos» que no nos engañan. En el poema «Istad, Suecia (in memoriam)», imágenes y voces –contradicción aparente– se funden en el recuerdo: la figura de una luna en el cielo (que se contrapone a la de «Sobre un cuadro de Cúneo») y un hombre que recita. 

En la memoria las sensaciones se superponen, se contaminan, se agudizan y a veces se llega, en este territorio, a lo indecible: «…» se llama el poema de lo que no encuentra palabras, de aquello que se rinde ante el lenguaje, pero que, sin embargo, el lenguaje intenta decir. Pero no importa que haya cosas indecibles, mientras haya alguien que intente, empecinada, decirlas, aunque esto sea solo para dejar registro de esa imposibilidad.

Francisco Álvez Francese (Montevideo, Uruguay, 1992)

Es licenciado en Letras por la Universidad de la República (Uruguay), magíster en Filosofía por la Université Paris VIII (Francia) y doctorando en Estudios Hispánicos por la misma institución. Escribió los libros Los restos del naufragioLa noche americana y Las invasiones.

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