‘Trigger warning’, de Andrea Armijos Echeverría

julio 18, 2023
7 min read
Andrea Armijos Echeverría cuento MURA

Una adolescente solitaria intenta encontrar amigos en internet, a la vez que lidia con el descubrimiento del impulso sexual y la presión de sus padres por mantenerla como un ser puro y perfecto. Andrea Armijos Echeverría, en su cuento, narra desde el cuerpo mutilado por las expectativas que rigen la feminidad.

Fotografía por Alvi Tercero.

Intenté suicidarme a los quince. Quería morirme.

No tenía nada a la mano más que un blíster vacío de mis pastillas para la gripe, las que me ayudaban a dormir. Ayudar es mucho decir. Las pastillas amarillas y gigantes que aliviaban los más crudos síntomas de la gripe actuaban con tal eficacia porque, al mismo tiempo, la noqueaban a una como si recibiera un puñetazo en la sien. Esas pastillas me las contrabandeaba del bolsito de medicamentos del hipocondriaco de mi padre, a quien nunca le faltaban sus golosinas que tomaba siempre antes de impartirnos cátedra sobre los beneficios y riesgos de cada una. Lo que tú tienes ahorita es una alergia común, hijita, con una loratadina se te pasa en unos quince minutos. Pero si los síntomas persisten mañana, y aún peor, el día siguiente, ya empezamos el tratamiento para el resfriado común. Si con este otro medicamento eso no mejora, ya empezamos con el tratamiento para una gripe de mayor grado. Y así sucesivamente hasta que su emoción se desbordaba describiendo las funciones de cada capsulita de color diferente.

Lo bueno es que así me le saqué algunas cajetillas de pastillas para la gripe sin pasar por el temor infame de estarme robando sus joyas preciosas.  Mi descubrimiento de las capacidades del blíster fue más bien espontánea. Un día me di cuenta de que el material del empaque era filoso. No era un arma blanca, pero su efecto sobre la piel era como si se juntaran unas treinta hojas de papel. Si con una hoja una podía cortarse el cuero primigenio de un dedo, que ardiera y sangrara un poquito, esta materia semimetálica del empaque era capaz, con algún esfuerzo, de abrir la piel bastante profundamente.

Lo que más quería en la vida era un amigo, solo uno.

Mi mamá decía: soy tu mejor amiga, conténtate. Y yo realmente me contentaba por unas horas.

Era la niña perfecta. Yo era un ángel caído del cielo, las manos perfectas, la sonrisa perfecta, el cabello perfecto, las calificaciones perfectas, la vida perfecta. Todo el talento del mundo está implantado en el corazón de esa muchachita brillante, decía mi abuela plantándome un desagradable beso en la mejilla cuando mi mamá le entregaba una de las fotocopias que hacía de mi libreta de notas para repartirlas entre la familia. La muy desvergonzada entraba al portal del colegio a husmear las calificaciones de mis compañeros de clase, de algunos de mis “eternos rivales”, como ella los llamaba, y pegaba una carcajada cuando constataba que, al menos por una décima, mis notas finales eran superiores a las del resto.

Fue en esa época que se inauguró mi muy desesperante necesidad por experimentar con mi sexualidad. Me quitaba la tranquilidad lo necesitada que estaba de sentir un placer que a mí misma me atemorizaba causarme, aunque sabía que podía. Conocí mucha gente que pretendía poder ayudarme con eso. Me metí muchas cosas entre las piernas. Hice tantas otras que no eran saludables. Nunca me lastimé. A tiempo. Siempre me quedé en el intersticio del toqueteo y la penetración. Como siempre con todo, el miedo me ganaba y solo jugaba, pretendía, imaginaba, rebuscaba, me excusaba y salía sin llegar a nada. A tiempo. Mi mamá me descubrió. Me dio una cachetada. Lloró en el suelo y me pidió las contraseñas de todas mis cuentas de redes sociales, correos electrónicos y de mi computadora. Me llamó prostituta. Me llamó demonio asqueroso. No me dijo hija de puta solo porque eso implicaba que ella era igual de asquerosa, monstruosa, sucia, desterrable como yo. Y ella no lo era. Ella era la madre de una heroína. De un ángel asexuado.

Siempre fue el mayor orgullo de mi madre ser mi madre. Cuando en tercero básico otra madre le dijo que dejara de quejarse de los profesores a cada rato, que si no le bastaba con tener una superdotada de hija. Mi mamá, en lugar de recibirlo como ofensa, lo volvió el más grande cumplido. A todos andaba contando que alguien la había reconocido madre de un ser fabuloso, único, extravagante, celestial. Eso decía ella. Yo no entendía. A mí el término “super-dotada” me sonaba a algo sexual. Lo había escuchado en algún contexto sexual, sí, a esa edad. Y me daba pena que mi mamá me llamara así. Al mismo tiempo, cuando oía el término se me venía a la mente la imagen de un chanchito. Ahí sí, ni idea de la connotación, pero tampoco me gustaba pensar en mí como el chanchito. No era una buena asociación, considerando lo asqueada que estaba de mi propio cuerpo desde entonces.

Estás perfecta. Eres perfecta. Eso me decía siempre mi mamá y yo no dudaba de que a sus ojos eso no fuera solamente una impresión, sino una certeza. Pero ella estaba equivocada. Mi cuerpo prejuvenil almacenaba grasa en lugares incómodos y a mí me asqueaba. No había cosa más imperfecta que la grasa. En el colegio, desde cierto año a algún pervertido se le ocurrió la maravillosa idea de obligar a las niñas a usar unas ajustadísimas licras azules para la clase de educación física. Los varones usaban pantalonetas holgadas. Nos jodían cuando las faldas se pasaban un dedito por encima de la rodilla, pero esas licras entalladas y cortas eran un elemento obligatorio del uniforme. Era eso o tener un cero. Yo no podía tener un cero. Yo era perfecta. Todo lo hacía perfecto. El cero es el número menos perfecto de todos. La licra me enrollaba los muslos y yo, desde arriba, veía mis piernas como dos chorizos aglutindados, mal forrados, errores de fábrica que deben ser arrojados a la basura, ni siquiera vendidos en remate. Mi culo era una bola gigantesca de vergüenza que intentaba ocultar con la camiseta blanca con el enorme sello del colegio de mierda en el que empecé a estudiar a los cuatro años y en el que también me gradué a los diecisiete. Odiaba cada centímetro de mi piel y le recriminaba al destino y a los genes alrevesados de mis padres que me habían dado ese cuerpo, en el que, además, no crecía el busto como el de una mujer o proyecto de mujer normal. Sin ningún sustento lógico me convencí de que, llegado el momento, la grasa de mi trasero, mis piernas y mi abdomen haría un pacto con mi pecho para rellenarlo. Esa era mi más grande esperanza. Como siempre me decían que la naturaleza es sabia, a mí no se me ocurría cosa más sabia que ahorrar energía y tiempo usando el material excedente para suplantar la ausencia. De más está decir que eso nunca pasó.

El día en que mi madre me encontró de piernas abiertas, sin brasier y con el calzón corrido a un lado para dejar ver solo una pequeña parte de mi vulva a un anónimo en una decadente sala de chat, entiendo, su mundo no solo se resquebrajó, sino que explotó en sus narices. Cuestionó mi nacimiento, sus métodos de crianza, sus estoicos esfuerzos por hacer de mí el ser humano más feliz y perfecto que conociera este mundo. Se preguntaba entre gemidos de auténtico dolor qué había hecho mal, en qué había fallado. En qué momento dejaste de ser mi niñita, mi ángel. Me dijo que perdí mis alas, mi pureza, que esos hombres me las habían quitado, que quién me iba a querer ahora así, usada y reusada por los ojos más perversos, las lenguas más viles.

Yo quería un amigo, solo uno.

Y ahora ni siquiera ella era mi amiga porque yo le daba asco.

Esa noche, en la que reconocí el material semimetálico del empaque de pastillas para la gripe que me ayudaban, que me hacían dormir, intenté suicidarme rasgando de lado a lado la piel de mi muslo. Fue muy difícil llegar a abrir el cuero. Especialmente por la cantidad de piel en esta área de mi cuerpo. Al principio, las raspaduras eran patéticas y casi insignificantes; culpaba a mi obsesión con la comida, a mis precipitados ataques de hambre que me llevaban a arrasar con el bar del colegio y mis pocos ahorros. Pasó mucho tiempo, quizás más del que recuerdo y en algún punto, la presión y la paciencia hicieron que las raspaduras se volvieran marcas, luego heridas y finalmente aberturas por las brotaban gotitas temerosas de una sangre negra, que, casi coagulada, rodaba sólida hasta llegar a la pantorilla. Llegué a tocar la arteria femoral. La vi, era un nervio grueso y rosado que saltaba entre la carne burbujeante. Esa es, me dije. Esa es la que hay que cortar. El blíster de pastillas, para entonces, ya era una chatarra informe y rojiza que apenas limaba la piel. La alfombra de mi habitación era un reguero de sangre seca y pedacitos de cuero que me causaba nauseas. Yo era un monstruo. Yo era una víscera maltrecha, malformada, caída, un ángel sin dimensiones. Había llegado a la arteria triunfal. Y lo único que hice fue escapar. Como siempre, con todo, el miedo me ganó y grité el nombre de mi madre chillando como un bebé gigante. Mamá, mamá. Vuelve. Sé mi amiga. Seré otra vez todo lo que quieras, pero cúrame. Ciérrame. 

Andrea Armijos Echeverría (Quito, Ecuador, 1996). Escritora, editora, profesora y actualmente estudiante  de doctorado de The Ohio State University, EE UU. Sus intereses giran en  torno a la literatura y la escritura producida por mujeres en América Latina desde la época  colonial hasta la actualidad. Ha publicado artículos y reseñas en numerosas revistas, así como el libro de cuentos Cómo tratan las mujeres a sus peces dorados (FLAP, 2016); y forma parte de diversas antologías narrativas en Ecuador y España. Este cuento de Andrea Armijos Echeverría es una muestra de su obra narrativa que hace parte de la literatura ecuatoriana contemporánea.

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Autores

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Example: Practical philosopher, therapist and writer.

 
Lucrecia Maldonadosays:
Relevant commenter background or experience:Escritora y maestra de bachillerato.
Es un texto interesante, con un buen manejo de la ironía y una introspección bastante lograda en el mundo adolescente de nuestro tiempo. 
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