‘La venia’, de Marcela Ribadeneira

julio 18, 2023
11 min read
Foto para el cuento 'La venia' de Marcela Ribadeneira MURA

Narrado desde la particular perspectiva de una mujer casi inmóvil que se está recuperando de un enigmático accidente, este cuento de Marcela Ribadeneira aborda la complejidad del deseo y sus relaciones con la identidad, el dolor, la percepción, la interacción social y la soledad.

Fotografía por Alvi Tercero.

La oreja del gato es una ostra que se abre en tirabuzones al mundo. La luz de la tarde entra en ella y en el porche de la casa abandonada, donde el gato retoza. Si le preguntan de qué color es el gato a la mujer del edificio café, la del tercer piso, la que barre el balcón en bata, tal vez diga que es crema, como la masa de los pancakes que prepara los fines de semana para sus nietas, dos niñas que no tienen gargantas sino bocinas acústicas portátiles que ponen nerviosos a los perros y a las palomas del barrio. Para el conductor del camión del gas, que pasa todas las tardes cuando el gato duerme en el porche, el animal será amarillo, como la luz de los semáforos, como la pintura de los taxis que anidan en las oficinas de la cooperativa barrial, esperando carreras. Pero otros ni siquiera ven al gato ni a las palomas ni al conductor del camión del gas ni a la señora en bata del edificio café. 

Yo los veo porque los busco. Antes del accidente también vivía en este mismo edificio, en este mismo departamento, dormía junto a esta misma ventana, pero nunca los veía. Era distinta. Mis ojos estaban volteados hacia otro lado. Con el accidente muchas cosas cambiaron. Por ejemplo, la forma en que las sustancias entran y salen de mi cuerpo. Una bolsa de colostomía está adherida a mi costado y me mantiene vaciada de mierda, la cual ahora me abandona sin que yo deba hacer el más mínimo esfuerzo. Además, orino por una manguera que se une a mi vejiga y me alimento con manjares farmacéuticos con sabor a vainilla. Comer ya no es un asunto de hambre ni de apetito ni de gusto. Es una transacción; una lista de acciones y movimientos mecánicos, insípidos, desapasionados. Lo mismo pasa con el sexo –con la masturbación, para ser específica–. Así como mi lengua reconoce el dulzor de la vainilla sintética, así como mi estómago se llena y mi cerebro interpreta ese hecho como saciedad, mis terminaciones nerviosas –los tentáculos de un pulpo hambriento, de una Medusa iracunda, un abanico de arterias pulsantes– son capaces de procesar vibraciones y fricciones y convertirlas en placer. Son capaces de darle a mi cerebro la señal para empaparme, y con esa liquidez juegan mis dedos y mis nudillos y la superficie cilíndrica del vibrador que compré online. Pero la ausencia de deseo, de hambre, es una oquedad que tengo abierta desde la garganta hasta el pubis. 

Las primeras semanas después del alta seguía creyendo que era la misma persona que había sido antes del accidente. La irreversible fragmentación de mi vida no me era evidente aún. Lo obvio es lo más difícil de asimilar. Yo seguía creyendo que era yo. Y, hasta antes del accidente, ser yo era, esencialmente, ser deseo. Era ser cavidad que buscaba llenarse, pero que trituraba todo lo que la llenaba, era ser hambre permanente. Era deglutir y fagocitar y crear más huecos dentro de sus huecos. Con el accidente se acabó eso. Se acabó el deseo. Ni los trámites para obtener placer  –ni el mismo placer– reemplazan al deseo. A través de la ventana absorbo todo lo que antes ni siquiera notaba y que atiza las pocas cosas encendidas que aún llevo dentro; como la luz que se zambulle en la oreja del gato y que cambia de colores con la hora del día. O como la pareja que pasa junto a la casa abandonada cuando el sol cae. Ella con uniforme azul y él, con un terno de corbata inexacta. Cuando los veo, me catapulto dentro de la piel de la mujer y siento los dedos de él rozando los suyos en un entrelazamiento que no aprieta, que en el espacio entre ambas manos sostiene algo que solo existirá mientras dure ese instante, y que por esa delgadísima tajada del día también es mío. Algo que jamás encontraré en la lisa anchura del vibrador o en la piel rugosa de mis nudillos. Mi piel de ahora, la piel perforada por mangueras, se sublima cuando me asomo a la ventana y recojo la caminata de la pareja de entre la estridencia del día, cuando me sumerjo en la piel de esa mujer extraña y yo misma vuelvo a ser mujer, a estar encarnada en el mundo del cual el accidente me arrancó. Con mi encarnación ellos son luminosos, aunque el día esté en remisión y nada valga la pena. 

Fue un accidente, debo recalcar. Al principio dije algo distinto, no sé por qué. Cuando la inconsciencia menguaba y las luces de la habitación del hospital estallaban sobre mis párpados, pensé que había querido matarme. Pensé que debió pasar, pero que no lo recordaba por los golpes, por el shock. ¿No es eso lo que hacemos todos?  ¿No tapamos lo inmanejable con niebla mental? 

De que me había querido matar estaban convencidas las enfermeras que me lavaban y que me cambiaban los sueros y los catéteres, que me tomaban la temperatura y que nunca llegaban a ver si necesitaba algo después de que –contorsionada por el dolor, las arcadas y el sudor– presionaba el botón de asistencia. Eso también pensaban los doctores que me trataban, que hacían juntas entre ellos sin producir ningún resultado que me diera aliento; que proponían más cirugías y reconexiones, pero que no eran capaces de darme algo eficaz para el dolor. El dolor llegó a ser tan parte de mí como las estrías en mis caderas y mi proclividad a la adicción. Me delimita y me configura, lo usa como su propio aparato de irrigación y aspersión. Ese dolor es mi segundo esqueleto. Es un parásito de estática que germinó con el accidente, es la piel debajo de la piel, la carne debajo de la carne, el hueso debajo del hueso.

Que me había querido matar también lo pensó él, que me dijo que era una maldita loca antes de subirme al auto esa noche y poner a todo volumen una canción que ya no recuerdo. Nadie lo dijo nunca enfrente mío, no de manera directa, pero era el consenso. Por eso me pusieron en una habitación doble, donde las cortinas me daban tanta privacidad como una pecera empañada. Por eso invitaron a sus juntas a una psiquiatra que me evaluó en silencio y con mirada de rapiña, y por eso no me dejaban usar mis pinzas de cejas ni tomar una ducha sin ayuda. Pero fue un accidente, como decía. Me quedé dormida al volante, me desperté el momento en que las vallas de seguridad de la carretera reventaron el parabrisas –confeti de vidrio lloviendo sobre mi cara– y una oleada de energía y fragmentos de metal se dispersó por la carretera vacía, levantándome por el aire y dejándome tendida sobre el asfalto oscuro. 

Vi algo colgando de la boca del gato el día después del alta. La enfermera que viene a cambiar y vaciar lo que necesita cambiarse y vaciarse ya se había ido. Yo estaba sola en la cama, tomando mi batido de vainilla y mirando por la ventana cuando el gato bajó las gradas del porche de la casa abandonada sosteniendo algo en su boca. Parecía muy pequeño para ser un ratón y pensé que era un pedazo de comida. Con el zoom de mi celular lo vi: el gato llevaba una oreja en su boca, una oreja humana en la que el mundo y su luz ya no entraban en tirabuzones porque era una oreja arrancada.

Las pastillas, las gotas y los parches para el dolor me entumecen. Opacan el mundo, lo convierten en una versión pixelada de sí mismo, como cuando llueve y la ventana es una pátina líquida que desenfoca rasgos y lava colores. Pero el dolor sigue dando golpes dentro de mí como un tiburón que embiste olas que de repente se convierten en cemento. El dolor sigue latiendo por debajo de las ondas farmacológicas porque el accidente peló mis cables y los opiáceos no son efectivos para dolores inventados por el propio organismo. El dolor late, pero lo que perdura –algo parecido a la lucidez– aún es capaz de cazar. Aún puede ver el mundo y levantar las piedras para encontrar arañas y cochinillas. Lo que vi colgando de la boca del gato era una oreja. Y cuando el gato bajó la última grada y sus almohadillas pisaron el asfalto de la calle, la soltó con una arcada, con una exhalación muda. Mi primer impulso fue tomar una foto, vigorizada por el morbo de descubrir de qué están realmente hechas las cosas una vez que las costuras revientan y las envolturas se rasgan. A todos nos causa placer ver lo que hay debajo de las piedras y de las llagas, por más asqueroso que sea.

En la foto la oreja más parecía una papa frita que una oreja. Saqué otra foto con menos zoom in para preservar más detalles. Cuando mi índice y mi pulgar terminaron de simular una abertura en la pantalla táctil, una en la que cupieran los píxeles necesarios para que la oreja se mantuviera oreja, él entró en el encuadre. Un hombre de abrigo negro se agachó junto a ella y la observó por unos segundos. Luego de sacudirle la tierra de encima, la metió en su bolsillo –se debió caer de ahí antes de que el gato la tomara–, y subió las gradas de la casa abandonada. Supe que había visto la sombra que, desde el tercer piso del edificio vecino, apuntaba en su dirección con un celular en la mano. Supe que me había visto porque –sin dejar de darme la espalda– se levantó un sombrero imaginario e hizo una pequeña venia antes de abrir la puerta y dejarse engullir por la casa.

No volví a ver al hombre del abrigo negro por varios días, pero vi otras cosas en la boca del gato. Un día vi una lagartija, como las de los jardines escolares de mi infancia, como las que los niños desmembraban con compases y reglas, y cuyas partes nos lanzaban a las niñas. La vi romperse entre sus mandíbulas y desaparecer. Imaginé que en el patio interno de la casa abandonada la hierba brotaba con la potencia de un géiser, derramándose por las habitaciones aledañas. Imaginé al gato acechando a los pequeños reptiles e insectos que se multiplicaban dentro de esa espesa red de matas. Imaginé que ese día, cuando el hombre entró a la casa, se sentó en medio del patio y miró la vida que había manado a su alrededor. Imaginé que sacó la de oreja de su bolsillo y la plantó donde las raíces y el concreto habían luchado. Imaginé que, al terminar, el hombre salió de la casa y acarició la cabeza del gato mientras miraba al edificio de enfrente y buscaba la sombra del tercer piso. Mi sombra. 

Para ese entonces las costillas de madera y pulmones de concreto de la casa traqueteaban por las noches, y en medio de los traqueteos yo podía oír una risa lejana y ahogada que, en mi cabeza, inevitablemente se maridaba con la imagen de la venia que él me dio de espaldas. Estaba segura de que era su risa. Y su risa era una efervescencia que me corroía por dentro. Yo imaginaba que me arrancaba las mangueras y la bolsa de colostomía y que volvía a ser cavidad que buscaba deglutir, y me alistaba para triturar aun sabiendo que solo había vacío para llenarme. 

En una película que vi hace mucho tiempo y que ya no recuerdo –o pude también haberlo leído en un libro–, un hombre le decía a una mujer que quería abrirle nuevos agujeros porque no le bastaba con penetrarla por los que ya existían en su cuerpo. Empecé a recordar esa línea después del accidente, después de haber visto al hombre de la oreja. La recordaba cada vez que la casa traqueteaba por las noches. La evocaba, sabiendo lo cerca que estaba de ser yo quien le pidiera a alguien eso, si solo hubiese alguien cerca. Y entonces recordé lo que había pasado la noche del accidente, lo que había pasado antes de que él me dijera que era una maldita loca y de que yo me subiera al auto y encendiera el reproductor de música. Yo le había pedido algo y él se había negado. No solo se había negado, se había alterado de verdad. Le había susurrado lo que quería probar, le había pronunciado las sílabas despacito y muy claro, colocando mis labios sobre el lóbulo perfecto y carnoso de su oreja. Pero él me dijo que lo que quería era tenderle una trampa y sus ojos fueron ira. Él creía que cumplir lo que yo le había pedido lo hubiese convertido en un monstruo; creía que yo deseaba que se convirtiera en uno. Pero él no era ningún monstruo, me dijo gritando y se me puso muy cerca. Su sombra se cernió sobre mí y luego vino el empujón seco. Repitió que era un engaño, una broma enfermiza para que él me lastimara y yo pudiera recibir la atención que tanto deseaba e interpretar el papel de víctima. No, él no iba a hacerme nada de lo que le había pedido. Nunca me dejó explicarle bien en qué consistía lo que le había sugerido, nunca me lo hubiese permitido, su idea de sexo duro era decirme putita mientras hacíamos el misionero. El deseo me dolía tanto, que solo el dolor intenso lo aliviaba. El deseo me dolía tanto, que todo mi cuerpo se tensaba y latía como la lengua encendida de un dragón.

El día en que volví a ver al hombre de abrigo negro, la pareja pasó junto a la casa abandonada antes de anochecer. Mis ojos se apuraron a recogerla y un sentimiento parecido al deseo llovió del otro lado del cristal, inalcanzable. La ciudad continuó latiendo como un tumor maduro. El hombre de la venia se paró junto a la casa abandonada y miró directamente a mi ventana. Los perros y gorriones del barrio rumiaban una música que se diluía en el aire, entre las notas de la canción del camión del gas y los pasos que algún vecino frenético le imprimía a la losa de la terraza. La calle estaba vacía, no había rastro del gato. Sostuve la mirada del hombre. Sostuve la mirada hasta que él metió la mano en su bolsillo y acarició con celo, con morbo, lo que había adentro. Las nubes inflamadas empezaron a descargarse sobre la calle, a recubrir de esferas translúcidas su abrigo, a lubricar mi ventana. Sostuvimos las miradas mientras fue revelándome, primero la punta aguda y punzante, y luego, la vaina de un pequeño cuchillo plateado. Contuve la respiración por mucho. Cuando exhalé, un parche de cristal empañado oscureció mi figura. Al otro lado del cristal, edificio abajo, un hombre sin oreja alcanzó a distinguir la venia exagerada que le hice, una venia afiebrada y temblorosa que mantuve mientras caminé hasta la puerta de entrada de mi departamento, mientras giré el cerrojo para dejarlo sin llave y descorrí el pestillo para que, cuando él llegara, pudiera pasar.

Marcela Ribadeneira (Quito, Ecuador, 1982). Ha publicado los libros Matrioskas, Golems, Héctor; Si el grito pudiera leerse, diría algo así, y Especímenes. Ha realizado portadas para libros de autoras como Mónica Ojeda, María Fernanda Ampuero, Liliana Colanzi, María José Navia, Betina González y María Negroni. En 2016 fue parte de Ochenteros, 20 escritorxs que la FIL de Guadalajara nombró como nuevas voces de la literatura latinoamericana. Este cuento de Marcela Ribadeneira es una muestra de su obra narrativa que hace parte de la literatura ecuatoriana contemporánea.

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